Cerca de las taquillas de la plaza, en la zona aledaña, en la que una escultura de múltiples cabezas de extraños bóvidos se entremezcla con la terraza del bar cercano, un chiquillo, de no más de 10 años, revolotea. Faltan apenas unos minutos para que ... comience la corrida del sábado, en la que Emilio de Justo se encierra con seis victorinos. No se va a colgar el cartel de 'No hay billetes', pero el trasiego de aficionados augura una buena entrada.
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El chiquillo sigue, travieso, inquieto. Tanto que su padre le dice que ya es suficiente. Que pare. El niño sujeta fuerte la mano del progenitor y tira de ella en dirección a las taquillas. El padre, con cara de evidente hastío, ahora sí se escucha, le dice que mañana. Que sí, pero que mañana (por hoy domingo). Y el niño, entonces, le grita «Pero papá, por qué no voy a los toros». Mañana, le repite. Y es que hoy domingo, claro, los niños tienen, hasta los 15 años, acceso a la plaza por un solo euro. Uno. Y, claro, los que estamos alrededor nos ponemos en lugar de ese padre, que quizá lo sea de más niños, y comprendemos que la economía familiar tiene sus límites.
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César Mata
Un poco más tarde, ya en el callejón, me acodo en el burladero de los areneros y el más veterano se acerca. Y me dice que él lleva viniendo a la plaza desde los 5 años. Toda una vida. Y me cuenta que su padre trabajó en la plaza. De mayoral de corrales. Antes del recordado Gildo. Y que su madre casi pare allí, en el tendido. Y me mira, fijamente, como para explicarme sin palabras que esa plaza no es solo una plaza, sino una parte de su hogar, de su vida, de sus anhelos.
Un espacio emocional irrenunciable. Ahí tienen una clave los empresarios para evitar desafectos. Y sus inevitables divorcios.
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