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Domingo, 14 de septiembre 2014, 10:17
El Fandi llegó a eso de las seis menos cuarto al patio de cuadrillas de la plaza de toros de Valladolid, donde, de momento, no hay reloj para fichar, aunque todo se andará. Y casi tres horas más tarde abandonaba el recinto a hombros después de cortar cuatro orejas y cumplir con su jornada laboral, una especie de destajo que, desde hace más de diez años, consiste para él en darle «fiesta» a un público festivo durante un centenar de tardes cada temporada, aunque por eso de la crisis se ha reducido la frecuencia. La verdad es que El Fandi casi siempre cumple con su misión, y la buena gente se lo agradece, como ayer en Valladolid, cargándole de orejas para tener, con la imagen de su salida a hombros, ese único recuerdo que llevarse de la plaza para contar en los bares y con el que justificar su paso por taquilla.
Claro que ayer en Pucela se echó en falta algo más, un mínimo plus de torería, que esa actitud «voluntariosa» y bullidora del atlético diestro granadino, porque el lote de la ganadería de su apoderado que le cupo en suerte fue, con mucho, el mejor y el de más posibilidades de la tarde: dos toros para torear más que para trabajar.
Pero el caso es que El Fandi se puso el mono y el casco de trabajo para banderillear al manejable tercer toro con facultades de lateral derecho y, después de algunos telonazos de rodillas, amontonarle pase tras pase, todos con una misma y coherente linea de vulgaridad, ya fuera por un pitón o por otro, antes de que el animal se aburriera y le marcara la huida hacia las tablas.
Con el quinto le puso el honesto Fandila algo más de color a la rutina diaria de la lidia, porque, con la papeleta casi resuelta, se extendió esta vez en suertes variadas de capa y de muleta. Aunque manseó de salida y acabó huyendo también a la querencia, fue éste el toro más fácil y dulce de la corrida, porque embistió con el hocico siempre a ras de arena y sin demasiada codicia, abriéndose en su trayectoria sin comprometer al torero en ningún momento. Es decir, un toro par «disfrutar», como dicen los toreros modernos.
El Fandi le recibió con lances de rodillas, le hizo un quite espectacular por zapopinas (una suerte del florido toreo de capa mexicano recuperada por El Juli), le clavó, siempre a destajo, cuatro pares de banderillas traseros y a cabeza pasada... y se lió luego a pegarle pase tras pase sin ningún regusto, a veces con temple, pero nunca con calidad. Y cuando el toro le volvió grupas, aún siguió acosándole como si le pagaran por docenas los muletazos.
Cubierto el expediente y firmada cada peonada con dos estocadas traseras, le pagaron el salario simbólico con cuatro orejas y le sacaron a hombros del «curro».
También trabajada fue la faena de Enrique Ponce al cuarto, sólo que el veterano torero valenciano tiró de un oficio más sutil para sacar partido de un animal sin clase ni raza. Este toro castaño fue el más serio y musculado de toda la desigual corrida del socio de la empresa, y se llevó por ello un correctivo puyazo del siempre eficaz Manolo Quinta.
Aplacadas así sus ganas de dar cabezazos a los engaños, Ponce lo fue metiendo en el canasto a base de no dejarse tocar la tela, y hasta llegó a adornarse en el último tramo del esfuerzo con el toro buscando ya la defensa de los tableros. A Ponce le premiaron igualmente con creces por esta faena, pero no llegó a cubrir el cupo para la salida a hombros antes no había podido justificarse mejor con un primero que nunca bajó la cabeza más allá de su cintura.
La filosofía artística de Finito de Córdoba no concibe el toreo como un trabajo, pero aun así, en este sábado «laborable», puso más empeño del habitual para buscarle las vueltas al basto segundo de la tarde, que protestaba o se afligía cuando le pedía un mínimo esfuerzo. Asentado, citando con la muleta retrasada para aliviarle el recorrido y fijándole con secos toques de atención, Finito fue consiguiendo una mínima colaboración del toro para gustarse y componer los suficientes momentos de empaque como para haber también tocado pelo.
Otra cosa fue cuando empuñó la espada de verdad y se dio a una sucesión de indecorosos pinchazos, en un auténtico «mitin» que demeritó todo lo demás. Y no pudo ya desquitarse con el quinto, un toro inválido y tambaleante al que, con todo, le cuajó tres o cuatro verónicas con la barbilla metida en el pecho. Poco, pero quizá lo de más sabor de toda la tarde.
Se cerró así la factoría taurina hasta hoy, cuando lleguen los caballos de rejones, que no de vapor. Y en el aire quedó la preocupación por una feria que ha ido perdiendo tirón popular y trascendencia artística a pasos agigantados. Una feria que ha dado muchos argumentos para recapacitar.
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