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En cuanto se quita unas gafas de corazón piruletero, que apenas le duran la primera canción, descubrimos que son los ojos de Gurruchaga (pero qué ojos más grandes tienes) dos canicas saltarinas, nadadores al borde del trampolín, un par de sputniks a la espera de ... que comience la cuenta atrás, como planetas locos que amenazan con abandonar sus órbitas. Dos ojos traviesos que se asoman, a lo caperucita adolescente, sin saber muy bien adónde.
Son las cejas de Gurruchaga (pero qué cejas más grandes tienes) paréntesis nerviosos, dos felpudos en la frente empolvada, hormiguitas en su piscina de talco, que se retuercen expresivas con cada gesto desmesurado del cantante de la Mondragón.
Es la boca de Gurruchaga (pero qué boca más grande tienes) una trampa para las vocales. Dibuja con los labios una i cuando quiere decir la u (inténtelo usted, amigo lector, al cantar «ponte peliuuuuuuca»), saca morritos de u para pronunciar la o («hola mi amuoooor»), se abre como a cuando toca la o («ha crecido de espaldas al suelooaaaa»). Y así, en ese plan.
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Los brazos de Gurruchaga (pero qué brazos y etecé) son dos látigos nerviosos que golpean las espaldas del aire para animar a la concurrencia. «Vamos, todos», grita el 'showman', con el ímpetu repetitivo de un animador de hotel. «¡Qué 'muaravilla'!», dice mientras sacude manos, mueve hombros, aprieta fuerte los puños y agita esta noche cabaretera en la Plaza Mayor. «Ou yeah, ladies and gentleman», repite una, dos, mil veces para practicar el inglés.
La voz de Gurruchaga (¡para cantarte mejor!) es, tal vez, exagerada y aguardentosa, excesiva y aparatosa, sucia como el suelo de Claudio Moyano, pero reconocible a la primera. Y eso, ahora que han pasado tantas voces y cantantes por nuestra vida, ahora que el 'autotune' las camufla hasta confundirlas casi, es un punto a favor sin duda para el triunfo de la Mondragón.
Sale la 'troupe' al escenario como una caperucita voraz y feroz que se adentra en el bosque, decidida y tralará, dispuesta a pasárselo bien. No hay amenaza posible más allá de esta plaza. No hay lobo virulento ahí afuera, escondidito detrás de un árbol para enseñarnos sus contagiosas zarpas. No hay castigo de bruja, manzana envenenada y sin anticuerpos, cuando nos protege el hechizo de una buena canción. Y la Orquesta Mondragón las tiene. Muchas.
Las dispara en esta noche festiva a la velocidad con la que Florentino Pérez regala insultos en la oscuridad de un reservado. No te has repuesto del primero y ya está aquí el siguiente. Termina 'Bon voyage' y comienza 'Viaje con nosotros' (con el 'naraná' del principio cambiado por un 'pfizer pfizer' y 'moderna, nanarananá). Se despide 'Tic tac' y llega 'Corazón de neón'. Comienza el cuento, érase una vez, con 'Garras humanas'.
Y, por si hicieran falta más recursos, la Orquesta Mondragón –con gran presencia de los pasajes instrumentales y bien de saxo ochentero– echa mano de clasicazos como 'Stand by me', 'Imagine' («te queremos, John», dice Gurruchaga) o una del Rey («te queremos, Elvis»). Hasta reparte cariñitos para la Velasco(«te queremos, Concha»). Y Javier (con su sombrero de copa, su americana negra que luego es roja), por todas partes. Se acerca al guitarrista, se sienta y se levanta, revienta el fitbit por el escenario y se mueve acelerado como si se acabara de tragar la estrellita del 'Supermario'. «Vamos todos, todos juntos, bailemos para adentro, estamos vivos, qué maravilla».
Son los conciertos de la Mondragón (pero qué 'show' más chulo tienes) un viaje con nosotros al pasado, una fiesta, snif, ya sin Popotxo (el inseparable compañero del donostiarra, que falleció hace casi un año) y sin «todos aquellos que nos han abandonado por este covid repugnante», dice el cantante. Pero mientras haya vida, habrá música, insiste el líder de la Mondragón en esta noche que termina como se acaban siempre los mejores cuentos: con el y fueron felices y las ganas de más.
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