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Los ojos intentan seguirle la pista a los dedos espídicos de Carlos Núñez y entonces, bajo la mascarilla, la boca se abre sin quererlo en un gesto de admiración. ¡Madre mía!, piensas, convencido de que se ha saltado algún límite de velocidad. ¡Cielo santo!, exclamas, ... con dudas de si habrá trampeado los 'frames' de la realidad. ¡Cómo es posible!, susurras ante esas falanges que en realidad, tal vez, son diez 'usain bolt' de carne, huesos y uñas. En fin, que intentas contar las notas por segundo que salen de su gaita (esta orgía toda de semifusas) y no hay forma. Carlos Núñez es virtuoso vigués que recala en Valladolid con esa destreza veloz que obligaría a reclamar el VAR si hubiera que repasar la jugada.
Su ataque contra la monotonía comienza con ese mugido intenso con el que se despiertan las gaitas. Un mantra afinado que es el colchoncito cómodo sobre el que las notas empiezan a bailar. Llena Carlos Núñez los pulmones de aire, insufla deseos de música a la Plaza Mayor, y unas corrientes de vientos celtas recorren las esquinas del centro de Valladolid. Aquella herencia gallega se conjuga en el espectáculo con muñeiras, ritmos de jotas, ecos de Irlanda (con recuerdo incluido para Hugh O'Donnell y su tumba en la calle Constitución). Un brebaje con el que se reivindica la tradición gozosa de la canción compartida. Cuando tocar juntos un instrumento se convierte en una fiesta.
«La música une almas», dice Carlos Núñez, las manos todas ocupadas por una gaita enorme, a la que se aferra como la hormiguita laboriosa que lleva su miga de pan a cuestas. De vez en cuando una flauta, un 'whistle'. Junto a él, un aquelarre de músicos que lanza conjuros en clave de sol para convocar a las 'meigas'.
Presenta a su banda nada más comenzar, como signo de la importancia que se merece. Está la violinista irlandesa Tara Breen. Alicia Griffiths al arpa. La navarra Itsaso Elizagoien a la trikitixa (un acordeón pequeño típico del País Vasco). Y completan el grupo su hermano Xurxo (a la percusión)y el guitarrista Pancho Álvarez. Y juntos establecen una conjura melómana que desgrana piezas como 'Amanecer' (una intimista alborada que suena justo al empezar la noche), jotas de las romerías navarras, polkas sinuosas, el himno peregrino 'Dum pater' (recogido en el 'Códice calixtino') o varias obras de Beethoven con barniz celta.
A sus pies, atentos y admirados, concentrados y entretenidos, alegres y disfrutones, unos espectadores que participan (las últimas obras de pie) en esta noche que parece reunión de pastores para quitarse el frío junto a la hoguera. Los acordes son brasas. Las canciones, ramitas secas para que el disfrute prenda bien. Echa la banda del bardo bien de leña a la pira para que el repertorio acompañe si hay que pasar la noche a la intemperie. Para que, si la cosa se alarga, el frío de la madrugada no nos muerda la puntita de los pies.
Allí arriba, más allá de los focos, se adivina una hermandad de estrellas que cumple ahora 25 años. Celebran los músicos el aniversario de este disco que en 1996 reunió a Manuel Rivas, Luz Casal, Dulce Pontes, The Chieftains. Porque, como reivindica Núñez «nada une más que la música». Para demostrarlo, hermana el folclore gallego con los sonidos tradicionales castellanos, ejemplificado en obras como el 'Cristo de Salmoral', en la que participan representantes dulzaineros de Íscar, Aldeamayor, La Pedraja, Viana de Cega, Viloria y la capital. Además, colaboran en la velada 'Los trasgos', el grupo de gaitas del Centro Asturiano de Valladolid. Núñez se declara enamorado del legado musical de Castilla, y tiene recuerdos para Joaquín Díaz (a quien visitó el martes en Urueña)y el gaitero vallisoletano Germán Ruiz.
Entre tanto músico (hay un momento que 16 en el escenario) intentan los ojos del espectador mantener el ritmo que marcan los dedos torrentosos del gaitero. Imposible. Solo queda sumarse a la fiesta y dejarse llevar por esta corriente de hermandad que se fragua en torno a una fogata de canciones que no se quiere extinguir.
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