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Pues eso, que aquí, de nuevo, dos años después, vuelve la música a la Plaza Mayor, en esta vida que es distinta y con la mascarilla puesta. Retorna el estribillo de ferias con un eco de acorde perdido, como quien se busca en ... la casa de la infancia, en la ciudad universitaria donde fue feliz, y al regresar, descubre uno que no están ya los abuelos, que el pasillo nunca fue tan largo, que los amigos tienen hoy los ojos caídos, los hijos crecidos y algo de aquella diversión naif se perdió por el camino. Ay.
Justo antes de que Amparo Sánchez pise escenario, a segundos de que bajo el embrujo de tanto foco verde se convierta en Amparanoia, cuando su voz aún no ha dicho «Mi abuela lo bailó, mi bisabuela lo bailó», ni se ha estrenado aún la noche con 'Mi genética' y su ukelele, un pellizco de melancolía sacude la piel bronceada del conde Ansúrez.
Porque, en estos minutos de espera, sentaditos todos, expectantes del a ver qué pasa (parece ese cuartito de hora tras la vacuna en el Delibes, pero sin gasita con la que apretar el brazo), no le deja a uno tranquilo el moscardón de la nostalgia. Es imposible sacudirse del todo estas migajas del recuerdo: cuando la plaza era enjambre y muchedumbre, un hormiguero de peñas sin penas, con el suelo pegajoso de alcohol y había que sacar codos para acercarse al escenario.
Aquella selva de ayer, aquella jungla desatada, es hoy jardín versallesco, con los setos recortados y cada flor en su sitio. Hay unas vallitas de madera –las mismas que encorsetan el trenecito infantil por Navidad– que ahora sirven para acotar este perímetro al que solo ingresan mil personas. Son los afortunados del clic rápido y el madrugón en la Casa Revilla. Y ni siquiera. Porque un buen puñado pasó olímpicamente del privilegio y decidió dejar su butaca vacía. Con toda su jeta insolidaria.
Se vieron así asientos huérfanos entre tanta silla de plástico gris, como muelas con caries, tan bien colocaditas por la explanada que recuerdan a un escaparate de dentaduras postizas. Sentado en ellas, en este concierto sin culos, parece el público (ordenadito como ejército prusiano, tal que desfile de Kim Jong-un) un tablero de ajedrez con los alfiles cansados. Es la Plaza Mayor un Calderón a la intemperie, un Zorrilla sin palcos, un Carrión callejero, el LAVA descapotable. Un campo sembrado de cabecitas. Más que un concierto, esto es una clase de quinto de Primaria. Cada cual en su pupitre. Hasta que sale la profesora a escena y la música comienza a hacer de las suyas.
Y entonces, arranca Amparanoia su sesión de 'himnopsis' colectiva (así se llama su último disco) y entre el público se ven los primeros hombros saltarines, los pies inquietos al compás, unas sonrisas que se adivinan bajo la mascarilla y el cuerpo entero sacudido por el poder de una canción.
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Las de Amparanoia son una coctelera de cumbia y ritmos urbanos, de sonidos fronterizos y ská, un festival mestizo que invita a no mirar atrás, a no pensar en el ayer perdido y en lo que hoy no pudo ser. «El día que no escriba una canción, no vibre con la música, me olvide de sonreír, me olvide de quién soy, no de gracias por estar aquí... es un día perdido», canta Amparanoia en 'El día que no', un regalo de buen rollo y esperanza frente a tanto luto de covid, que suena casi al final del concierto, enlazado con el 'Que te den', que sirvió de despedida previa los bises.
Antes, se corea el «alza la mano si te gusta Amparanoia» al sonar 'Welcome to Tijuana'. Se recuerda que solo hay presente con esos ritmos jamaicanos de 'Ahora'. Se reconoce con 'Somos viento' que «solo he venido a darte mi abrazo», mientras Amparo da vueltas como una peonza, la falda haciéndose un Marilyn de luto, y pide a gritos «palmas, alegría, alegría».Sigue el concierto con ese bolero electrónico que es 'La despedida', con una cumbia feminista de esta banda casi entera de mujeres. Y continúa con 'En la noche', canción que, dice Amparo, le trajo a Valladolid en uno de los primeros conciertos que dio más allá de la M-30, y que hoy, tanto después, cuenta de nuevo en esta Plaza Mayor que recupera los estribillos.
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