¡Agua va!
En torno a las ferias ·
El acarreo de agua era un servicio que algunos pequeños voluntarios prestaban hace más de medio siglo a los feriantes a cambio de entradas gratuitas a los espectáculosEn torno a las ferias ·
El acarreo de agua era un servicio que algunos pequeños voluntarios prestaban hace más de medio siglo a los feriantes a cambio de entradas gratuitas a los espectáculosAunque la vida nómada de los feriantes me sigue pareciendo bastante sacrificada, la de hoy es muy distinta a la que sufrían hace unas décadas. Por fortuna, actualmente la gran mayoría de familias que se dedican a este negocio duermen en casa si son de Valladolid, o pasan las ferias viviendo en medianas y grandes caravanas que tienen de todo: desde cocina bilbaína con paila y grifo de agua caliente y fría, hasta un salón comedor con TDT y un par de dormitorios con baño completo. No obstante, entonces y ahora su existencia sigue lastrada por diversos avatares, como la climatología o esta pandemia, que los va a dejar a ellos en casita y a nosotros sin pasear por el recinto, comer churros, beber unos chatos de cariñena con canutillo y (los muy arriesgados) utilizar cualquiera de esas atracciones controladas por más tecnología que la que utiliza la NASA en Cabo Cañaveral.
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Pero hubo un tiempo en que, aquí donde me ven, formaba parte de la troupe ferial que se instalaba en Las Moreras haciendo lo que mejor se me daba: subir agua de la fuente pública a las casetas y caravanas que lo demandaban, y cuyo mayor lujo asiático eran una mesa camilla y un orinal. El transporte se hacía sobre todo en calderos (más conocidos como herradas) que transportábamos desde una fuente que había cerca de lo que en su día fueron las piscinas Samoa y la Deportiva, a pocos metros y a algunas escaleras de distancia. Mi esfuerzo y el de otros colegas permitía a los feriantes lavarse en la jofaina o preparar algún guiso, y a nosotros tener libre acceso a sus atracciones, una de las cuales era la de una señora que el dueño cortaba en dos mitades varias veces al día.
El espectáculo estaba bastante logrado, y por lo general los asistentes que habían pagado su entrada se preguntaban cómo era posible salir ileso de aquel estropicio. Es cierto que la víctima no sangraba, pero yo veía, una y otra vez, cómo la troceaban y luego, antes de retirarse a su caravana, saludaba, sin daño aparente, al distinguido público.
Cuando contaba estas experiencias a otros vecinos que se morían de envidia por no acarrear agua a cambio de gozar de los espectáculos, uno de ellos, Luis el Cagueta, también estaba convencido de que la chica fallecía porque según él no se puede vivir con el tronco por un lado y la cabeza por el otro. El misterio de que fuera aparentemente la misma moza la que moría una y otra vez lo resolvía asegurando que los responsables de la atracción eran una familia con muchas mellizas que mataban todos los días, a razón de unas doce por jornada. Servidor, que tenía mejor acceso a los protagonistas del drama que cualquier otro podía ver pagando cuatro o cinco pesetas, una vez preguntó al dueño cómo era posible resucitar después de que te hubieran hecho tantísimo daño, y la única respuesta que obtuve todavía bulle en mi cabeza: «Chaval, aquí no muere nadie porque esto es magia».
Como el acarreo de agua era un servicio que los azacanes voluntarios prestábamos a distintos feriantes, ellos, en vez de pagarnos, nos daban acceso a ese espectáculo y a otros, como un barco de tamaño mediano lleno de marineros de juguete y que era un rollazo impresionante; autos de choque que parecían carros de combate, y una atracción que daba canguelo porque escenificaba la ejecución de Caryl Chessman, un bandido americano que fue ajusticiado en la cámara de gas. En este caso, como en el de la señora partida en dos, le daban matarile varias veces al día, tras lo cual desaparecía delante de los espectadores envuelto en una nube de humo blanquecino. A veces, como los no-asalariados éramos de confianza, nos dejaban ver el truco, cuyo misterio estaba en que el artista caía con silla y todo debajo del escenario. O sea: matarse no se mataba, pero las culadas tenían que ser de campeonato.Otro cliente de los aguadores oficiales explotaba una caseta un poco cutre donde un señor alto y muy serio se tragaba varias espadas, pero mis colegas descubrieron que no eran de verdad sino de plexiglás, lo que eliminaba cualquier emoción.
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Sin embargo, lo de la mujer cortada sigue siendo un misterio, y desde que me aficioné a las series televisivas de forenses, de vez en cuando recorro esa zona de Las Moreras donde actuaba aquel artista que cortaba chicas en dos trozos. Aunque hasta ahora mis pesquisas no han dado resultado, estoy seguro de que acabaré encontrando, bien enterrados, los restos de las víctimas de aquel malandrín.
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