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Entre las paredes de un pequeño piso del barrio vallisoletano de La Rondilla ha vivido Julia Zarzosa lo peor y lo mejor que deja a su paso la pandemia de la covid-19 que, en su caso, se ha llevado por delante las vidas de su padre Cirilo Zarzosa y de su madre Julia Merino. Cuidándoles en sus últimos días de vida, tanto ella como su hermana Henar contrajeron también una enfermedad cuyos estragos anímicos solo han podido empezar a superar gracias al apoyo de un vecindario que, si antes recibió amor y toda una vida de entrega por parte de Cirilo y Julia, se lo ha devuelto con creces a una familia golpeada hasta la extenuación por este coronavirus.
Fue el 19 de marzo cuando el cielo empezó a nublarse para tres hijas a las que sus octogenarios progenitores mantenían aferradas a Pucela, con Julia residiendo en Málaga, su hermana María del Carmen en Mallorca y la tercera, Henar, en la localidad abulense de Piedralaves.
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Aquel Día del Padre, Cirilo presentó síntomas y tuvo su primer contacto con los médicos tras una vida de salud de roble. A su casa acudió una ambulancia con un sanitario que mencionó un término que le asustó: zona sucia –que es la forma coloquial de denominar al ala del hospital a donde se envía a los contagiados–. Le gustó tan poco que decidió que no quería ser ingresado. «Parecía haberse recuperado de repente, nada más oír esas palabras», relata su hija Julia, que intentó cumplir hasta el final su deseo de quedarse en su domicilio e intentar capear allí la enfermedad. «Tenía un pulsioxímetro (un medidor del nivel de oxígeno en sangre) y veía que estaba cada vez peor, así que acabé ingresándole pese a su negativa; no podía dejarle morir en casa porque mi madre probablemente también estaba enferma y, ante sus problemas de deterioro cognitivo, no podía prever su reacción», cuenta.
Con Cirilo ingresado, su mujer empezó a mostrar síntomas y se reunió con él en la misma habitación de hospital. Ella murió el 3 de abril. Él, cinco días después.
El castillo de naipes en el que se había convertido la vida de Julia Zarzosa se derrumbó el día que dejó a su madre en la zona de triaje con un abrigo al que grapó su nombre y número de teléfono e indicaciones sobre su diabetes y fruta y yogures por si sufría una bajada de azúcar. Regresó a casa con la sensación de que nada tenía sentido. Debía volver al hogar en el que se crió, pero estaba vacío. No tenía nada cocinado, pero tampoco hambre. Acostumbrada en esa última semana a cuidar a sus padres, estaba sola. Un piso de dos habitaciones en el que ella dormía en el sofá. Y, ya con las camas desiertas, siguió haciéndolo.
Para colmo, también había contraído la enfermedad y empezó a sentir su cuerpo rechinar frente a ella. Pero, sin que lo supiera aún, no iba a enfrentarse sola a este pozo de malas noticias. El vecindario, en el que la familia es muy conocida porque Cirilo fue actor después de jubilarse (sus compañeros le llamaban para animarle mientras estaba en el hospital), le gustaba echar la partida, ir de vinos y a bailar con su mujer al Centro de Personas Mayores de Rondilla, estaba dispuesto a no dejar que cayera y así se lo demostró durante los siguientes días. «Mis vecinas Tere y Carmen estaban al tanto de que los dos estaban hospitalizados y yo no podía salir de casa, así que se turnaron. Con una compartía patio de luces y con la otra tabique; una me llevaba comida y golpeaba la puerta hasta que yo lo hacía del otro lado para asegurarse de que comía caliente y la otra me marcaba los días y las noches dando golpes a la pared con los nudillos», rememora agradecida a la red que tejió el edificio para soportarla en unos días en los que «prácticamente no dormía».
«Me cocinaban cosas muy ricas», explica mezclando el recuerdo gastronómico con el de conversaciones desde la ventana en las que hablaban «de la primavera o de la huerta» y de las que no le dejaban irse sin sacarle una sonrisa. «Controlaban que cada día abriera las ventanas y hablaban un rato conmigo poniendo como excusa la comida», dice mientras no olvida que sentía «como el de un solo corazón» el aplauso que cada tarde repetía la ciudadanía para agradecer la labor sanitaria. «Era una forma de vernos y saber quién estaba bien y quién no. Mis vecinas observaron cómo en mi casa al principio éramos tres, después dos y al final solo una», describe emocionada.
Entre el fallecimiento de su madre y el de su padre, las hermanas pudieron volverse a reunir. Julia superó la enfermedad y Henar regresó a Valladolid y, una vez más, ahí estaban las vecinas para ayudarlas. «Nos hicieron trajes y mascarillas para que pudiéramos ir a ver a nuestro padre y, cuando regresamos, habían elaborado otro más para poder abrazarnos», describe. Y añade:«cuando estás infectado y parece que apestado, es un gesto que tiene un valor enorme». Incluso, a falta de esquelas, el bloque elaboró una que firmaron todos los vecinos como gesto de recuerdo.
María del Carmen también pudo reunirse con ellas, justo antes del deceso de Cirilo, que «parece que la estaba esperando» ya que murió al día siguiente de una visita que su hija aprovechó para asearle y proporcionarle sus últimos cuidados.
En esta situación, el surrealismo le tenía aún guardado un último giro a una familia que, dolorida pero más unida que nunca, decidió hacer un pequeño homenaje a sus padres tras no haber podido tributarles el funeral que se merecían. «En casa, pusimos una foto de ellos (la que acompaña a este texto) junto a una vela, pero mi sobrina Violeta, de tres años, se puso a cantar el cumpleaños feliz y la sopló. Su hermana pequeña también quería y terminamos cantando y soplando las velas varias veces», describe como parte de una tragedia teñida de humor que, reconoce, era muy del estilo de su padre.
Lo tiene claro esta vallisoletana que reside frente a la playa de Málaga: «En ningún lugar del mundo hubiera estado mejor que donde nací y con esos cuidados. Son tan estrechos los tabiques que no hay secretos. Me han demostrado cómo acogen a un miembro de su comunidad que hace más de treinta años que no vive allí. Me hicieron saber que pertenezco a un lugar donde la orfandad no es tan cruda».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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