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Aniano Gago
Miércoles, 10 de agosto 2022, 12:54
El fallecimiento de Manolo Cano no solo ha supuesto la pérdida de un padre entregado a su mujer, Carmen, y a sus hijos, Manolín y Carmen, así como a su familia, especialmente a sus nietos Manuel y María, sino que ha generado un vacío enorme ... en todos sus amigos, entre los que yo tuve la fortuna de estar. Y es que Manolo Cano era todo un fenómeno social, una de esas personas a las que le saludaba todo Valladolid cuando se movía por sus calles o tomaba un vino en el viejo Corinto o en El Conejo, también llamado Casa Félix, que es donde yo le conocí.
Hombre campechano, abierto y generoso, Manolo tenía siempre en su boca una invitación. No solo en las barras de los establecimientos, sino especialmente en un merendero que hizo primero en la Finca Florida, en la zona del Parque Alameda, y después en su casa en el Camino Viejo de Simancas. Por sus merenderos pasaron toreros, apoderados, médicos, futbolistas, periodistas. empresarios, políticos, ganaderos… Vamos, toda la sociedad vallisoletana durante varias décadas. Entregado al horno de asar, a las sartenes del frito o a embotar bonito de temporada, Manolo era el aglutinante de conversaciones dispares y encuentro de personas diferentes, siempre desde el culto a la buena vida, en un tono del mejor epicureísmo, es decir, disfrute de la comida y bebida, pero siempre desde la moderación.
Y es que Manolo era una persona seria, muy responsable, enorme trabajador, lo que supo mezclar como nadie con la parte lúdica de la vida. Por supuesto, en las meriendas siempre había una colaboradora especial, llena de dulzura y silencio. Era su mujer, Carmen, que era feliz viendo a Manolo feliz entre sus amigos. Desguaces Cano, su empresa, fue su gran obra, que partió de los inicios de su abuelo Lázaro Cano, que llegó a Valladolid desde Olmos de Peñafiel cuando Manolo tenía 7 años. Se dedicó a hacer carros y a montar una lechería. Desde ahí Manolo, siempre emprendedor, se dedicó primero a la madera y después al desguace, yendo paralelo a los tiempos. Como amigo de Manolo Cano nunca le debí dinero, pero sí algo muy superior: mucho cariño y generosidad.
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Tenía el don psicológico de las personas hechas así mismas, sabía siempre qué mano debía utilizar para torear, lo que aprendió como gran aficionado a los toros. En los últimos años la enfermedad nos privó mucho de su compañía, pero siempre lo tendremos en el corazón para que ese amigo que fue nunca se vaya. El pésame a toda su familia debe ser también para los amigos, porque le seguiremos llorando. Valladolid echará en falta su bonhomía, su capacidad de relación social y su generosidad. Manolo, un abrazo eterno.
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