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Se cuenta que en 1335 el rey Alfonso XI de Castilla, conocido como 'el Justiciero', organizó en él un torneo en el que el propio monarca intervino disfrazado. Unos años después, en 1394, otro rey, Enrique III 'el Doliente', celebró en el Campo Grande una revista general de sus tropas formadas por 2300 lanzas. Aquí también pasó revista general a sus tropas Napoleón en 1809 cuando el general francés hizo de Valladolid la capital del Imperio Napoleónico.
Lugar de procesiones religiosas -la Cofradía de la Vera Cruz tuvo en propiedad desde 1498 un humilladero frente al Hospital de la Resurrección- fue también durante un tiempo el patíbulo donde eran ejecutados los condenados, tanto de la Inquisición como de la justicia ordinaria y militar. En 1506 fue colocada la horca en un lugar cercano a su entrada.
Protagonista de 'El Hereje' de Delibes o de la malaventurada historia que el poeta vallisoletano José Zorrilla relata en 'Recuerdos de Valladolid', el Campo Grande esconde tras su gruta, uno de los elementos más singulares del parque, una leyenda popular. Entre las piedras de detrás hay una en la que puede leerse la inscripción 'core-alón-vera'. Tras traducirla (erróneamente) como 'corre y lo verás', se extendió la creencia de que la gruta había que cruzarla siempre andando, nunca corriendo, bajo la amenaza de ser víctima de un maleficio que produciría su hundimiento y quedar atrapado en ella como castigo. ¿La realidad? El sillar procede de las ruinas del antiguo Ayuntamiento -se utilizaron estos bloques de piedra en la construcción de la gruta con el fin de reducir gastos- y la inscripción sería solo parte de una más larga que se perdió entre aquellas ruinas.
El león ha sido una figura presente en la historia de Valladolid. En la Puerta del Príncipe, erigida por acuerdo municipal de 1859 en honor del entonces futuro Alfonso XII (que había nacido dos años antes), hubo dos, que no son los actuales. Los que hoy pueden contemplarse son obra del vallisoletano Rodrigo de la Torre Martín-Romo y fueron colocados allí en 1998. Los del siglo XIX, aunque desaparecidos ya en el XX, fueron esculpidos en piedra por Nicolás Fernández de la Oliva, autor también de la estatua de Cervantes que hoy preside la Plaza de la Universidad. El Paseo del Príncipe, que atraviesa todo el parque desde la Plaza Zorrilla hasta el Paseo de Filipinos, también debe su nombre a este nieto de Fernando VII.
Bajo su paseo central, que discurre paralelo a la Acera de Recoletos, se encuentra el antiguo cementerio judío del siglo XV que albergaba esta zona de la ciudad. Una remodelación, en 2002, sacó a la luz esta necrópolis: 78 enterramientos, en los que se encontraron distintos restos óseos repartidos en una superficie de 200 metros cuadrados, lo que permitió calcular que el cementerio tenía capacidad para unos mil enterramientos. Los restos óseos fueron inhumados de acuerdo con el ritual judío: cada cuerpo fue depositado en una fosa simple, dentro de un ataúd de madera orientado oeste-este, con los brazos estirados y las palmas hacía arriba. «Son tumbas de tiempos antiguos, en las que unos hombres duermen el sueño eterno. No hay en su interior ni odio ni envidia. Ni tampoco amor o enemistad de vecinos. Al verlas mi mente no es capaz de distinguir entre esclavos y señores», reza la placa que señala la ubicación del antiguo cementerio.
Una historia de: Sonia Quintana
Fotografías y vídeos: Ramón Gómez y Rodrigo Ucero
Infografía y diseño: Fran González y Pedro Resina
Coordinación: Liliana Martínez Colodrón
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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