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Dos jóvenes estudiantes vallisoletanos se encuentran en Camboya trabajando en un proyecto de voluntariado con la asociación VFRCC (Volunteer For Rural Children in Cambodia), en el colegio Cristina English School. Ambos son vallisoletanos, Clara Muñoz González, estudiante de Psicología, y Alberto Míguez, quien terminó ... Magisterio hace dos años. Salieron de Valladolid el pasado 20 de junio y regresarán este mes, tras una estancia que ha durado lo que les permite el visado, por el que han pagado unos 30 euros, además de los vuelos hasta allí, y un pago diario de cinco dólares por parte de cada uno de ellos, en un país, cultura y costumbres desconocidas para ambos, para vivir una experiencia reconfortante entre Tailandia, Laos y Vietnam, países con los que limita Camboya.
Según explican desde su campamento asiático, toda esta locura comenzó en diciembre cuando un amigo que se encontraba viajando por Asia en busca de trabajo y nuevas experiencias empezó a compartir fotos y videos en un colegio situado en un lugar llamado Bakong «que ni si quiera sabíamos ubicar en el mapa», explican. En las fotos y videos se veían un montón de niños dando clases de inglés, jugando y, por lo que parecía, disfrutando del momento y de su vida allí.
«Llevaba un par de años sopesando seriamente la posibilidad de ir de voluntario a algún país lo más lejano posible, aunque no sabía qué cosas podría hacer ni en qué ámbito», explica Alberto. Al mismo tiempo dio la casualidad de que una compañera, Clara, estaba en las mismas circunstancias y un buen día me preguntó: «¿Nos vamos a Camboya de voluntariado?» Unos meses después ambos se encontraron sacando los billetes tras contactar con la asociación «para comprobar que podíamos ir en las fechas en las que estábamos disponibles y nos explicaron en qué iba a consistir nuestra tarea, ser profesores de inglés de niños de una zona rural de Camboya», resume Clara.
Al llegar al aeropuerto de Siem Reap, ciudad más cercana al proyecto, fue cuando comenzaron a tomar conciencia ambos de dónde se estaban metiendo. Aparecieron los miedos a enfrentarse a una cultura completamente nueva, no poder estar a la altura con el nivel de inglés y si iban a ser capaces de aportar algo a esos niños; pero a la vez lo veían como un gran reto personal, un gran paso en todos los ámbitos y una gran oportunidad de coger experiencia haciendo lo que más les gusta, enseñar.
Todo ese miedo desapareció nada más llegar. «Una decena de niños de no más de 10 años nos rodearon a mi compañera y a mí haciéndonos todo tipo de preguntas, dándonos dibujos y regalándonos una sonrisa. Pero en sus caras se podía ver la incertidumbre de si seríamos enrollados, sosos, estrictos… Desde el primer momento notamos como decenas de ojos nos examinaban», explican describiendo su primera impresión al llegar.
La primera semana fue muy dura, pocos voluntarios y muchos niños. «Sin tener una idea exacta del nivel de cada clase nos lanzamos al ruedo. Nos preparábamos al milímetro las clases porque queríamos sacar lo mejor de nosotros para poder dárselo a los niños. Y ahí llegó el primer batacazo. Quisimos ensenarles tantas cosas en tan poco tiempo que nos dábamos cuenta que los niños no daban más de sí».
Con el transcurrir de los días, Alberto y Clara tomaron conciencia de que lo importante no era la teoría, sino que lo realmente importante era entablar una relación de amistad con los niños, que sintieran el cariño y la confianza de personas completamente nuevas para ellos. «Fue en ese momento cuando nos dimos cuenta de que ellos tenían más cosas que enseñarnos que nosotros a ellos. Siempre con una sonrisa en la cara, con energía a raudales para cantar, bailar o jugar desde las siete de la mañana y siempre agradeciéndonos nuestra labor con dibujos y abrazos». Los niños madrugan a las cinco de la mañana para ir al campo y ayudar a sus padres, algunos tienen historias detrás que ningún niño debería tener, pero los problemas personales de cada niño pasan a un segundo plano cuando llegan los momentos con estos dos vallisoletanos.
Según describen Alberto y Clara, el proyecto son los niños, porque sin ellos el colegio no sería lo mismo. NO quieren dejar de lado a Pov y Sok Lea «que siempre están en el colegio ayudándonos en todo lo que necesitamos, encargándose de hacernos la comida, de comprar materiales necesarios y de hacernos sentir como si estuviéramos en casa». Puthy es el director que hace las labores de chófer junto con Pov, manejando los tuk tuk, carros tirados por una motocicleta con los que desplazan a ambos maestros al colegio a diario y con los que enseñan en las horas libres los lugares más perdidos y preciosos de Camboya.
Cada día durante un mes han desayunado Clara y Alberto con una quincena de niños alrededor. Dan casi una hora de clase, tienen casi media hora de recreo y después llegan otros 30 minutos más de clase. Su petición desde nada más llegar es «teacher sing, teacher dance. La media hora restante antes de ir al Public School de la zona la pasamos bailando Macarena y el Saturday Night con ellos».
El recinto escolar no está solo dedicado a la enseñanza de la lengua inglesa. Es un lugar donde los niños se sienten libres, se alejan de la rutina diaria, son respetados y son tratados como iguales.
El proyecto está pasando por un mal momento a día de hoy. Llega la época de lluvias en las regiones del sudeste asiático y la escasez de voluntarios se hace notar. El único apoyo económico directo que tiene este proyecto son los cinco dólares americanos que pagan al día Alberto y Clara por vivir esta experiencia, y ahora mismo no es suficiente. Es necesaria la compra de una furgoneta para poder llevar y traer a los niños con el mínimo riesgo posible. El único transporte es un carro descubierto tirado por una moto bastante antigua.
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