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La semana pasada, cuando nos zampábamos unos huevos fritos en 'Casa Tino', mi hermano Nacho presumía de haber asistido a un convite formado por treinta platos que cuestan una pasta del copón. Servidor, que tiene bastante menos experiencia en esos ágapes que necesitan más de dos horas para desarrollar toda la fantasía culinaria, quiso saber en qué consistía la comanda que le había dejado estupefacto. «Mira, Canta, a ese tipo de comidas no le puedes llamar comanda, porque en realidad son menús degustación. En el caso del que te hablo probamos más de treinta platos en pequeñas cantidades y nos fundimos 350 euros por comensal». Como se resistía a detallar el menú, entré en la página web del restaurante donde habían almorzado (ya saben: los pobres comen y los ricos almuerzan…) y supe que, entre otras delicatesen, podrían haber degustado una «raya estofada, con alcachofitas ecológicas, yuzu y romero», un «pato salvaje con espinacas al vapor, castañas y vermut» o un «erizo de mar con puré de pochas con curry verde y salsa de ibéricos con huevas de bacalao picante». Entre otras cosas.
Sin embargo, me contó que, más allá de la originalidad de la comida, lo más sorprendente fue que algunos platos degustados iban acompañados por una retahíla de vinos de primera división. «Pusieron una cosa –me dijo- cuyo nombre no recuerdo pero que se tomaba con un ritual espectacular: bocadito minúsculo y traguito de vino; siguiente bocadito, nuevo vino y nuevo recipiente, y así hasta probar quince o veinte caldos para un solo plato». La cosa se puso tan aparatosa que hubo un momento en el que mi colega tenía «alrededor de treinta copas vacías o medio vaciadas», lo que le sirvió para recordar lo que le dijo su madre cuando vio unas fotos con el despliegue de vajilla: «Y ahora, todo esto ¿quién lo friega?». Los dos nos reímos de la salida de su progenitora, tras lo cual pagué la cuenta de los huevos con patatas, chorizo y lomo de la olla que nos habíamos empujado y evité comentar esos menús con mi señora, que es muy antojadiza.
Para que no crean que soy un pobretón que se conforma con cualquier cosa a la hora de comer, les aseguro que, sin llegar al paroxismo de la comida de mi colega, a veces colecciono cartas con menús exquisitos y caritos, a los que no me importa ir cuando son otros los que piden la cuenta. Por eso puedo presumir de haber degustado una 'cigala con salsa de haba de cacao» o un «bogavante con polen de abeja», especialidad de un restaurante del norte de España donde te aligeran la cartera a base de bien. Eso sí: todo fresco y de puerto de mar.
Semejantes despliegues gastronómicos contrastan una barbaridad con esos menús del día que permiten llenar la andorga por menos de veinte euros, aunque conviene llevar referencias fiables antes de sentarse a la mesa. Según mi colega Checho Parra, lo primero que hay que hacer es «acabar con el mito de que yendo por carretera hay que comer donde haya muchos camiones», porque, según él, los conductores de los mismos «suelen ser un curritos que no ganan para fundirse tropecientos euros degustando chorradicas». Como hemos viajado juntos varias veces en el camión de su jefe aprovecho para recordarle que su garito preferido era el restaurante de 'la manca', en la carretera de León. «Canta, no te quejes, que aquel sitio no estaba tan mal, aunque en determinados platos se les iba un poco la mano en la grasa». Decir «un poco» es muy generoso porque había sopas con una capa grasienta por encima que permitía aterrizar a las moscas sin mojarse las patitas…
Cuando se une a la charleta Angelín Saavedra cita comidas de antiguos camioneros que se echaban al coleto menús que tenían algo en común: «de primero sopa de cocido, de segundo garbanzos y de postre un flan. Con eso, un carajillo y una faria tiraban hasta llegar a destino». Aunque parezca lo mismo, nada tiene que ver ese cocido para chóferes que el maragato que se toma en Castrillo de los Polvazares, donde es imposible acabar con todo lo que van poniendo. Cuando rememoro esta pantagruélica comida con mi vecino Tito Monje, dueño de una buena casa de comidas en Palencia, me pregunta si sé por qué el cocido del que hablamos se toma al revés; esto es: se empieza por la carne, el tocino, se sigue con los garbanzos y se acaba tomando la sopa. Aunque conozco el cuento me hago el bobo (se me da muy bien) para dejarle que se explaye con su sabiduría: «como era una comida para arrieros, empezaban por atrás para que se fuera enfriando el primer plato, que salía ardiendo de la cazuela». Para no discutir me callo porque, según tengo entendido, era pitanza que la tropa debía engullir antes de que atacaran los franceses y se la zamparan toda.
Cuando comento estas tonterías con Gonzalo, mi ahijado treintañero, me recuerda que «ahora son las redes sociales y no el boca a boca entre camioneros lo que puede hundir una casa de comida. «Tito: entra en internet y busca críticas». Y eso hago al llegar a casa donde, entre miles de diatribas, me quedo con estas cuatro: «Había una mosca dentro de la botella de aceite de oliva, lo que indica que las rellenan»; «pedí una merluza que sabía a amoniaco y la tuve que devolver»; «las lentejas que nos dieron estaban ácidas y picadas, el cocido era de bote, recalentado y frío». Y un postre que no tiene desperdicio: «el pudin que me sirvieron, que podía haber sido una de las piedras de los cimientos de la iglesia del pueblo. Duro como el diamante, insípido como el agua limpia, más feo que Picio, útil como material de construcción». Como ninguno de ellos manchará mucha vajilla, la madre de Nacho no preguntará quién va a lavar todas las copas.
Jamás he subido a las redes sociales (entre otras razones porque no tengo) ninguna crítica mala o buena de un restaurante; lo que sí hago es opinar cuando me preguntan si conozco este o aquel sitio y responder con una especie de bufido sin palabras para decir que es horroroso, o un simple y directo: «se come de puta madre» que indica satisfacción plena.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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