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Casa de Socorro en la calle López Gómez, hoy Biblioteca Municipal Francisco Javier Martín Abril. El Norte

Un mal día lo tiene cualquiera

Tiempos modernos ·

«Cuando los ciudadanos de a pie nos caíamos en la vía pública la única opción era la Casa de Socorro de la calle López Gómez»

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 10 de diciembre 2022, 00:18

Leí no hace mucho que el Grupo Merck, una multinacional alemana de biotecnología, estaba trabajando en un programa de «drenaje endoscópico para pancreatitis necrótica», asunto que me sonó a chino mandarín, aunque mi olfato me decía que se trataba de algo importante. El caso es ... que consultando cosas en Internet tampoco conseguí hacerme una idea, salvo que se trata de una dolencia grave con un índice de mortalidad cercano al 15%, que debe ser mucho. No obstante, la noticia me hizo pensar cuánto dependemos de ciencias extranjeras para consumir productos que podrían salvarnos la vida ya que son multitud los países europeos y americanos que nos llevan décadas de ventaja muy difíciles de alcanzar.

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Fue entonces cuando recordé aquella frase tronante de don Miguel de Unamuno que, según sus biógrafos, dejó escrita en un libro suyo publicado en 1906: «Que inventen ellos, pues ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones». Con un par. Lo que no dijo es que cuando se compra fuera de España porque dentro no se investiga nada, además de pagar en divisas, nos obliga a depender de laboratorios más potentes que los nuestros, que en aquella época eran prácticamente todos. Para no deprimirme más llamé a mi amigo José Carlos Pastor, médico y fundador del IOBA creado hace un cuarto de siglo bajo el paraguas de la Universidad de Valladolid. Tras comentarle la frase de don Miguel me dijo sin dudarlo que esa manera de pensar «pertenece a la historia» y es el ejemplo vivo «del derrotismo» que a veces nos caracteriza a los españoles.

Según el profesor Pastor «hemos cambiado mucho y ahora acudimos, sin complejos, a foros internacionales», donde, además de aprender «mostramos avances que se hacen aquí, en Valladolid». Y van con la cabeza en alto. Los que visitan sus instalaciones en el campus universitario, encuentran detrás del mostrador el lema que parece guiar su tarea: «Investigamos para curar mejor». El exabrupto unamuniano obligaba a pensar que nada podría cambiar en España en los próximos siglos, sensación que han eliminado, con mucho esfuerzo y reducida capacidad económica, decenas de grupos de investigadores españoles ocupándose de cosas tan sorprendentes (para legos como un servidor) como nanomedicina, telemedicina, inteligencia ambiental, sensores biomédicos o robótica ortoprotésica, entre otras materias. «¿O es que alguien cree, pregunta el doctor, que la vacuna contra la covid se inventó de la noche a la mañana? Cuando llegó la pandemia ya había varios grupos en el mundo trabajando en ello. He ahí el misterio: investigar antes de que aparezcan las desgracias».

El periodista avezado e ingenioso que soy preguntó si compensa gastar tanto talento y tanta pasta en investigar por nuestra cuenta en vez de dejar que sean «ellos», los grandes laboratorios mundiales, los que nos saquen las castañas del fuego. Pagando, claro… «No lo dudes, me dijo: primero, compensa porque los centros españoles que investigan ganan prestigio; segundo, porque en el terreno en el que yo me muevo, hacerlo atrae pacientes que tienen la oportunidad de participar en la lucha contra determinadas enfermedades. Y la tercera razón (y a mi juicio la más importante) porque en ocasiones resolvemos problemas».

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Caídas callejeras

Todo esto contrasta una enormidad con la medicina que se practicaba (por decir algo) en Pucela y en España hace más de medio siglo, que era bastante rudimentaria. En mi colegio, por ejemplo, el experto en la materia era un cura, que sabría mucho de rosarios dolorosos, de dominus boviscum y de flores a María, pero como galeno era flojito. Si la herida tenía mal aspecto enviaban al interesado a casa a que se encargaran sus padres, y si el asunto era grave y urgente lo mandaban al hospital provincial, un edificio de ladrillo rojo en el Prado de La Magdalena; o al de Infecciosos, que estaba enfrente, más o menos. A modo de curiosidad, recordemos que en los bajos del primero citado estaban las instalaciones del Instituto Anatómico Forense, que me parece que todavía siguen allí. A veces, fisgoneaba desde fuera con mis amigos en este último sitio donde el admirado y extinto profesor don Pedro Gómez Bosque me enseñó las instalaciones y a 'Marilyn', una muñeca de tamaño natural que servía de prácticas a los alumnos de Medicina.

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Hace poco, mientras esperaba precisamente al doctor Pastor en un banco de esa misma Facultad, Isidro Perales, un amiguete que trabaja allí me invitó a visitar el depósito de cadáveres, que él recorría a diario con la misma naturalidad que el que pasea por la calle Santiago mirando escaparates. «No, muchas gracias, me estoy quitando» le contesté, a lo que añadió «Venga, no me digas que te da repelús ver fiambres». «No es eso, no es eso: es que acabo de comerme unos churros; si te parece, vengo otro día en ayunas». Para que no se sintiera desairado le conté una anécdota (seguramente falsa) del profesor de esa Facultad que fue atropellado en la acera de enfrente por una bicicleta que le hizo una brecha. Cuando se acercaron, solícitos, algunos estudiantes, uno de ellos intentó serenarle y le dijo: «Tranquilo, don Mariano, que ya han avisado a un catedrático y ahora mismo viene». «¿Un catedrático, dice usted? No me joda: ¡que venga un médico!».

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Recordando la escena volví a ser consciente de lo mucho que han cambiado las cosas porque cuando los ciudadanos de a pie nos caíamos en la vía pública la única opción era la Casa de Socorro de la calle López Gómez, donde a veces había un médico y siempre un enfermero. Y ahora, ni eso, porque desde hace treinta años es una biblioteca municipal. Y no es lo mismo caerse cerca y esperar a que te atienda el galeno de guardia en el botiquín público a que lo haga un archivero, que sabrá mucho de libros y anaqueles, pero de heridas, cortes y caídas, menos que yo…

Terminada la entrevista pregunto al doctor Pastor si es correcto calificar como una salida de pata de banco aquella frase de don Miguel de Unamuno sobre los inventos. Como es muy diplomático lo resuelve con esta otra: «un mal día lo tiene cualquiera».

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