![El triple crimen de San Pelayo](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202105/26/media/cortadas/sanpelayo2-RetHKLib4guTwkQ4tV8Ih6J-1968x1216@El%20Norte.jpg)
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Era panadero de profesión, de complexión fuerte y mirada cansada. A sus 48 años y con tres hijos, Victoriano Rodríguez Prieto horrorizó al pueblo de San Pelayo encharcando sus calles con la sangre de sus familiares. Perpetró el crimen a las siete de la tarde del 25 de noviembre de 1900, después de pasar tres horas en la taberna de Pedro Cerro jugando «al truque y flor» y bebiendo más de nueve cuartillos de vino. Él siempre dijo que estaba borracho, pero sus más allegados, incluido el tabernero, sostenían que aún podía haber bebido mucho más.
Estaba ya a unos pocos metros de su casa cuando se topó con Vicenta García, su sobrina, que llevaba en brazos a un bebé de solo siete meses. Hacía tiempo que ciertas maledicencias teñían de odio la relación, sobre todo porque ella acusaba a uno de los tres hijos de Victorino de una grave «falta de honor». Una sola frase medió antes del horror: «Ya has estado escuchando lo que pasa en mi casa, ¿verdad?». No dijo más. De pronto sacó una navaja de Albacete que había comprado en Valladolid por dos pesetas y se abalanzó sobre ella.
Los lectores de El Norte de Castilla supieron todos los detalles del fatal desenlace: Victoriano «le infirió una herida en la parte lateral del cuello que penetró entre la primera vértebra cervical y el occipital, hiriendo el bulbo raquídeo y causándola, por consiguiente, la muerte de una manera instantánea». Su tío reconoció en el juicio que «la picó porque escuchaba» las conversaciones de su casa.
Alertado por los gritos, el marido de la infortunada, Aniceto Hernández, salió en estampida hacia el lugar del suceso. Encontró a Vicenta tirada en el suelo, ensangrentada y con el bebé debajo del cuerpo. Apenas tuvo tiempo de abrazarla entre sollozos. Victoriano le asestó un navajazo «en la parte media de la región escapular izquierda» de la que tardaría en curarse veinticinco días. Lo siguiente que hizo fue echar a correr por la calle Real.
Entonces se topó con su sobrino, Ángel Salgado, quien, visiblemente asustado, le inquirió: «Pero tío, ¿qué ha hecho usted?». La respuesta no se hizo esperar: una puñalada en el vientre le causaría al joven una peritonitis de la que fallecería al día siguiente. Victorino emprendió la huida a través de una huerta cercana hasta llegar a una fábrica de harinas de Torrelobatón. Incluso se arrojó a una presa de la que pudo salir sano y salvo pero completamente encharcado. Llamó a la puerta del molino, donde trabajaba su hermano, y lo confesó todo.
Una pareja de la Guardia Civil le condujo hasta el Juzgado de Instrucción de Mota del Marqués, donde el juez Leonardo Guerra instruyó la diligencia. Ingresó en prisión de inmediato. Cuando se celebró el juicio, hace ahora 120 años, la sala primera de lo criminal del Palacio de Justicia, frente a la Plaza de San Pablo, estaba abarrotada de gente. Aquel 3 de junio de 1901 desfilaron por la sala el acusado y 22 testigos.
Los peritos antropólogos Ángel María Álvarez Taladriz y Antonio Moreno Riol descartaron que Victoriano sufriera «atavismo hereditario subjetivo y fisiológico» o una «perturbación de sus facultades intelectuales», y tampoco dieron importancia a las secuelas que le hubiera podido dejar una contusión en la cabeza sufrida veinte años atrás. Por su parte, Macías Picavea, encargado de la prueba pericial médica, caracterizó al acusado como un «hombre no mentalmente sano en absoluto» y con ciertos «signos de degeneración», destacando en el momento de los asesinatos «la inestabilidad volitiva, aumentada por la exaltación alcohólica», lo que habría favorecido «el ataque agresivo con la menor cantidad posible o reflexión».
El teniente fiscal, Rodríguez de Celis, pidió para Victoriano un veredicto de culpabilidad por dos asesinatos consumados y uno frustrado, mientras que el abogado defensor calificó los hechos como dos homicidios y heridas menos graves, señalando que su defendido había obrado «por arrebato, obcecación, y con falta de intención». La sentencia final arrojó un veredicto de culpabilidad, una doble pena de cadena perpetua por los asesinatos consumados, otra de doce años y un día de corrección temporal por el asesinato frustrado, y el pago de 5.050 pesetas de indemnización civil, accesorias y costas.
El acusado sería conducido más tarde al penal de Ceuta, donde en julio de 1910 protagonizaría un curioso episodio: en compañía de los también presidiarios José López Pulpeiro y Manuel José Jorge, planificó fugarse arrojándose a la bahía por la parte sur, donde les esperaría una barquilla de pescadores para llevarlos a Tetuán. Desde ahí tenían pensado dirigirse a Tánger como paso previo a la huida definitiva al extranjero. Los tres lograron descolgarse por el muro y subir a la barquilla que los esperaba en la playa del Sarchal, donde, sin embargo, los avistó el guardia de una garita que, después de darles el alto y efectuar algunos disparos, informó a sus superiores. Salió entonces en su persecución el bote «San Luis», con cinco marineros armados a bordo y mandado por los patronos José Ramos y Fernando Cámara, que no tardaron en apresarlos.
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Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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