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Llevaban tiempo amasando su ira los elementos contrarios a la República cuando, para mayor irritación, comenzó en las Cortes la discusión del Estatuto de Autonomía de Cataluña, refrendado meses antes mediante plebiscito popular. Era el 6 de mayo de 1932. En todas las capitales de provincia, monárquicos, católicos y tradicionalistas, convencidos de que la patria se desintegraba, se aprestaron a plantar cara al Estatuto mediante manifestaciones espontáneas, protagonizadas, en buena medida, por estudiantes universitarios. El mensaje era siempre el mismo: la unidad de España estaba en peligro a causa del separatismo catalán.
Los antirrepublicanos de Valladolid montaron en cólera al saber que el Ayuntamiento, presidido por el socialista Federico Landrove, se había negado a adherirse a una Asamblea organizada en Palencia para pronunciarse contra las pretensiones catalanas. Ese mismo día, 9 de mayo de 1932, estudiantes de Medicina, de la Escuela Normal y del Instituto, convocados por la Federación de Estudiantes Católicos, salieron a las calles con letreros en contra de Francesc Maciá, primer presidente de la Generalitat, y del Estatuto. Pero lo peor vendría después, concretamente el 11 de mayo de 1932, hace ahora 90 años.
Ese día, la Asociación Patronal de Comercio e Industria acordó el cierre de todos los negocios de la ciudad a partir de las 11 de la mañana, justo cuando grupos de manifestantes contrarios a la autonomía de Cataluña comenzaron a congregarse en las inmediaciones de la Acera de San Francisco. En pocos minutos, la Plaza Mayor se llenó de gente. A los convocantes se sumaron todo tipo de personas, muchas a favor de las protestas pero también bastantes curiosos alentados por el clima de agitación política.
Además de colocar un monumental letrero contra el Estatuto de Cataluña y contra Maciá en la estatua del Conde Ansúrez, oradores improvisados se subieron al templete de la Plaza Mayor para arengar a las masas. La exaltación derivó muy pronto en violencia. Grupos incontrolados comenzaron a lanzar piedras contra el Ayuntamiento mientras una delegación se dirigía al Gobierno Civil. Ante la deriva de los acontecimientos, la Guardia de Asalto, cuerpo policial creado en enero de 1932 para mantener el orden público desde la fidelidad a la República, efectuó las primeras cargas para disolver a la multitud. Pero no fue suficiente.
El lanzamiento de piedras y objetos no solo no cesó, sino que rompió los cristales del despacho de la alcaldía y de las oficinas de Intervención, además de herir a algunos guardias. Estos no dudaron un instante y abrieron fuego, con la mala suerte de alcanzar con sus disparos a un hombre de 53 años, Emiliano San José, que trabajaba como ordenanza del Banco Hispano Americano, y a un muchacho de 16 años, de profesión tapicero, llamado Cipriano Luis Escudero. Ambos fueron conducidos a la Casa de Socorro y el segundo, dada la gravedad de sus heridas, al Hospital Provincial, donde nada pudieron hacer por su vida el doctor Cuadrado y los alumnos internos Melendro, Peña y Martín Yarza.
«Presentaba la víctima una herida por arma de fuego con orificio de entrada por la región temporoparietal izquierda, y salida por la región superciliar derecha, con salida de la masa encefálica y fractura de la base del cráneo, de pronóstico mortal», informaba este periódico. El joven vivía en la cañada del Arca Real y, según escritos posteriores de autoría falangista, militaba en las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. Al día siguiente, el alcalde se apresuró a condenar los hechos y solicitó al pleno que el Ayuntamiento cediese gratuitamente la sepultura donde Cipriano iba a ser enterrado, así como una indemnización a su familia; la solicitud fue aprobada por unanimidad.
Entre los heridos por las pedradas figuraban el cabo de la Guardia de Asalto, Longinos Gadea Sanz, y tres guardias. Las formaciones republicanas se apresuraron a condenar los hechos por medio de un escrito que reprodujo El Norte de Castilla. Arremetían en él contra «los elementos reaccionarios y monárquicos, enemigos de la República, que habiendo agotado inútilmente los procedimientos de traicionarla y herirla, quieren convertir un sentimiento admirable en arma de innobles maniobras políticas. Explotando el grito de ¡Viva España! han arrastrado la opinión y los actos de muchas gentes de buena fe, poniéndoles a su servicio. Importa mucho señalar esa distinción fundamental. Porque sobre la conciencia de esos agitadores de extrema derecha recae inexorablemente la grave responsabilidad de los penosos sucesos ocurridos en Valladolid».
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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