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Así quedó la locomotora volcada en la zona conocida como 'Los Tres Hermanos'. EL NORTE
Trágico siniestro en el camino del cementerio

Trágico siniestro en el camino del cementerio

El 3 de agosto de 1914 el tren de veraneo dirección Asturias arrollaba a un buey, dejando una estampa dantesca; milagrosamente, solo murió el maquinista

Martes, 13 de agosto 2019

Cuando el redactor de El Norte de Castilla llegó al lugar del siniestro, no tardó en percatarse de que aquello parecía un milagro: una locomotora volcada, una masa sanguinolenta al lado, el fogonero dando voces y los vagones repletos de pasajeros intactos. El único que no aparecía por ningún lado era el maquinista. El siniestro, ocurrido hace ahora 105 años, dejó a los lectores helados.

La primicia la dio en un breve este periódico en la edición del 3 de agosto de 1914: según las noticias llegadas a la redacción, a la una de madrugada se había producido un aparatoso accidente muy cerca del paso a nivel de la carretera de Francia, en el lugar conocido como «Los Tres Hermanos». Lo poco que se sabía era que había una locomotora volcada y no se encontraba al maquinista. La amplia información del día siguiente, recogida en el mismo lugar del accidente, arrojaba una atmósfera en la que la tragedia se daba la mano con la heroicidad y la providencia.

Todo ocurrió a los pocos minutos de que el tren número 27, que había entrado a las 0:41 horas procedente de Madrid, partiese en dirección a Asturias atestado de gente. Era, según este periódico, un tren de veraneo frecuentado por cientos de personas para disfrutar su merecido descanso en los puertos asturianos. En la estación vallisoletana se obró como era costumbre: una vez efectuado el cambio de locomotora y después de una breve charla entre el maquinista y el personal, que aquel día versó -como no podía ser de otra forma- sobre la inminente Guerra Mundial, el tren se puso en marcha. Félix Lacrochet, maquinista de segunda clase, «decía adiós a sus contertulios, sonriente y alegre, sin imaginarse el honrado mecánico que a los dos kilómetros le esperaba la muerte», avanzaba el redactor.

Un buey

El tren había cruzado los Vadillos y el puente de la Encarnación. Avanzaba a sesenta kilómetros por hora cuando, nada más rebasar las tapias del cementerio, un «robusto buey» le salió al encuentro. A Lacrochet no le dio tiempo a maniobrar. Segundos después, la locomotora arrollaba al animal cogiéndole entre las ruedas por los cuartos traseros y arrastrándole varios metros. De inmediato, las ruedas se soltaron de los carriles, salieron fuera de estos y la máquina se precipitó por el pequeño talud del terraplén. Providencialmente, la locomotora se soltó del convoy por haber arrancando, los enganches y topes, la parte anterior del chasis del furgón de equipajes. De modo que mientras aquella avanzaba por las tierras labradas en dirección paralela a la vía, el resto del tren continuaba lentamente, gracias también a que las vías no habían sufrido ningún desperfecto.

Sesenta metros más adelante, después de arrancar postes e hilos telegráficos, la locomotora volcó. «Las ruedas quedaron en el aire, y toda la máquina medio enterrada en el suelo», señalaba el cronista. Fulgurantes llamaradas y una nube de vapor hicieron aún más dantesca la escena. Sobre todo entre los viajeros que iban asomados por la ventana y vieron cómo dejaban a un lado la máquina envuelta en llamas. Cuando el tren se detuvo unos pocos metros más adelante, empleados y pasajeros corrieron al lugar del siniestro. Lo primero que vieron fue al fogonero «encaramado sobre el ténder, dando voces incoherentes, como si hubiera perdido la razón». También vieron entre los carriles la cabeza y parte del buey arrollado, «convertido en una masa sanguinolenta. Un cuerno le había sido cortado de raíz».

Imagen principal - Trágico siniestro en el camino del cementerio
Imagen secundaria 1 - Trágico siniestro en el camino del cementerio
Imagen secundaria 2 - Trágico siniestro en el camino del cementerio
Arriba, Estación del Norte en esa época; abajo, la locomotora volcada y la noticia en el periódico. AMVA/EL NORTE

Rápidamente, con la ayuda del personal de una locomotora de socorro que había llegado desde la estación vallisoletana, comenzaron a buscar al maquinista. Encontraron su cadáver entre la locomotora y el ténder, «bajo enorme masa de carbón, por entre la cual asomaba uno de los pies. (...) El rostro estaba contraído por un gesto de terrible angustia», detallaba El Norte. Un hilo de sangre le salía por las orejas y estaba sin pelo por habérselo quemado el vapor de la máquina. Un dato relevante era que mientras la mano izquierda oprimía un pañuelo, la derecha agarraba la válvula de escape: según le comentaron al cronista de este periódico, ello demostraba que Lacrochet no había abandonado nunca su puesto y que, al darse cuenta de lo que había ocurrido, cerró el regulador y abrió la válvula de escape para evitar una explosión de la caldera; en definitiva, que había perdido la vida tratando de salvar la de los pasajeros. Tenía 42 años y dejaba viuda y siete hijos.

El fogonero, que se llamaba Fernando Becker y tenía 33 años, solo presentaba un fuerte dolor en el pecho y en los hombros. Pudo salvarse gracias a que en el momento del impacto iba encaramado en el ténder, regando el carbón. «Pasados los primeros momentos y cuando se enteró de que su maquinista se hallaba sepultado bajo la locomotora, prorrumpió en amargos lamentos, costando gran trabajo separarle de allí». El tren fue conducido de nuevo a la estación de Valladolid, de donde volvió a partir a las cinco de la madrugada.

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