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Tanga y chocolate calentito
Tiempos modernos

Tanga y chocolate calentito

En mi barrio y en el colegio de Cristo Rey cuando nos desgraciábamos jugando 'al burro' lo más que podíamos esperar es que hubiera en la enfermería del Padre Ajubita, en casa (o en la del vecino) un frasco de ese potingue

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 25 de noviembre 2023, 00:09

Cuando la gran mayoría de periódicos españoles incluían en la sección de anuncios por palabras algunas profesiones que hoy ya no se pueden publicitar, solía darlas un repaso para comprobar cómo iba el mercado laboral. Hablo de una época en la que la gran mayoría de ellos tenían un espacio dedicado a los servicios, que iban desde costurera a domicilio pasando por algún maestro que daba clases de inglés o un fontanero «de nuevo y reparaciones», que para mí tenían su encanto. Entre aquellos servicios se encontraban señoritas (y caballeros, también), que ofrecían su «mejor mercancía» en forma de masajes. Me gustaban esas ofertas directas del tipo «Lydia, jovencita dispuesta a todo», «Rosana, esperándote en ropa interior» y otras similares que, a fuerza de no verlas, he olvidado. Hablando el otro día de estas cosas con mis compadres Luis Álvarez y Raimundo Páez, daba la sensación de que ninguno añoraba aquella publicidad tan clara, aunque Luisito dijo que alguna vez «echaba en falta» anuncios así de directos porque, a pesar de jurarnos por sus muertos que «jamás» había solicitado una de «esas ayudas», creía que la medida de eliminarlos era «una estupidez porque nadie logró acabar con los mismos: ni en España, ni en ningún otro sitio».

Al poco rato de estar debatiendo apareció Daniel, el chico de Luis que con 19 tacos nos contó que, por razones terapéuticas, tuvo que darse el mes pasado un masaje corporal, tarea de la que se encargó «una chica joven bastante guapa», que antes de empezar la sesión le ofreció un tanga para que se cubriera sus partes pudendas. Según él, fue un corte porque «ella joven, yo también y cubierto por un tanga que te puede destapar algo más de lo que se debe, no es una situación cómoda». El suyo fue un «masaje relajante» para una dolencia física que no explicó y que se desarrolló de acuerdo con el siguiente protocolo: «una vez puesto el tanga, me cubrió todo el cuerpo, menos la cara y los pezones, de chocolate como fundido, calentito pero sin quemar». Por el precio que pagaron sus padres considera «que la chica podría haber hecho algo más, pero en cuanto acabó el masaje tuve que ir a la ducha a quitarme los restos de chocolate y se acabó». El resumen de la operación fue el siguiente: «veinte minutos, como mucho, de masaje propiamente dicho; otros quince de estar tumbado y a solas en la habitación, cinco de ducha, y a casa sin noventa euros en el bolsillo».

Olor a linimento

Esta manera tan dulce y moderna de aliviar un cuerpo lesionado contrasta una enormidad con los remedios que los expertos aplicaban en mi infancia cuando el único auxilio posible (seguramente habría muchos más, pero solo recuerdo este) era un mejunje llamado Linimento Sloan, también conocido como 'el tío de los bigotes' porque el frasco estaba adornado por un señor con pinta de atleta y bigotón con las puntas para arriba. En mi barrio y en el colegio de Cristo Rey cuando nos desgraciábamos jugando 'al burro' lo más que podíamos esperar es que hubiera en la enfermería del Padre Ajubita, en casa (o en la del vecino) un frasco de ese potingue, cuyo principal ingrediente he leído que es la capsaicina, un principio que contienen los pimientos picantes y la pimienta cayena. Aplicado una ligera fricción solía funcionar, a pesar de que los efectos secundarios más comunes eran el «ardor, picazón, sequedad, dolor, enrojecimiento o hinchazón en el lugar donde se aplica». O sea, una bomba.

No obstante, cuando en nuestra casa no quedaba ni gota del brebaje y los vecinos tampoco tenían (o lo escondían, para no gastarlo fuera de su familia), mi madre sustituía las friegas terapéuticas por vinagre extendido generosamente en la parte accidentada, que curar no curaría, pero el tufo a ensalada era el mejor parte de guerra indicativo de que te habías desgraciado haciendo el borrico.

Pero incluso ahora que no hago barbaridades físicas he descubierto que lo más razonable para aliviar dolores musculares es ir al fisio, profesión que según me cuentan emplea a centenares de profesionales expertos en luxaciones, que lo primero que hacen cuando te abren la ficha es recordarte que vas a tener para una temporadita porque los 'milagros' se despachan en Lourdes o en Fátima. Servidor, como buen patoso, se lisió una vez el brazo izquierdo, y ante la inasumible demora de la Seguridad Social para abordar esta cabronada, acabé en manos de la doctora Carmen Nieto, cuyos métodos nada tenían que ver ni con el taparrabos ni el chocolate calentito. Por orden suya durante semanas me tocó 'hacer el péndulo' con el brazo jodido; luego, círculos, después movida de codos y finalmente escalar con los dedos la pared hasta donde pudiera. De vez en cuando, la jefa ordenaba que me dieran un masaje en la zona de guerra, que no dolía, pero molestaba más que una gallina en un baile.

Para recordar aquellos tiempos (y, de paso, escribir el presente comentario) llamé por teléfono a la doctora que, gracias al daño infligido, consiguió que superara aquella etapa sin consecuencias futuras. Hablando con ella este lunes me recordó que lo importante en casos así es que «las articulaciones tengan una movilidad completa». Aunque la lesión vista desde fuera parece sencilla de abordar, la experta me recordó que en su especialidad hay, al menos, cuatro masajes, a saber: «Relajante, evacuatorio, drenaje linfático y de cirias», que no me atreví a preguntar en qué consistían algunos porque, de momento, me encuentro bastante bien.

Mi segunda (y espero que última) experiencia con los masajistas profesionales fue con Félix Marqués, un chaval recién salido de la facultad empeñado no solo en curarme sino en demostrar que se había pasado la carrera tomando apuntes de cada uno de los músculos que había que tocar: «primero vamos con el esternocleidomastoideo, luego con el sarcolema y los abductores para acabar con el recto femoral…». ¿Me curó?: sí, pero me puso la cabeza como un bombo. Todo ello, naturalmente, sin tanga, ni chocolate con churros ni Dios que lo fundó. Soy un desgraciao…

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