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Como se trata de uno de los parajes más imponentes de Castilla y León, cargado de historia y responsable, en su momento, de un verdadero cambio de vida para quienes habitaban el actual municipio leonés de Carucedo, Las Médulas han dado pie a todo tipo de relatos y elucubraciones: históricos, literarios, técnicos y, claro está, fantásticos. Lo cierto es que estamos ante una de las obras de ingeniería más colosales del momento, que, además, terminó por convertir el lugar en un singular paisaje de desmontes descarnados de color rojizo, del que se divisa una extraordinaria panorámica desde el mirador de Orellán.
En efecto, aquellas inmensas explotaciones de oro, una de las más extensas del Imperio romano, estaba directamente relacionada con la creación por parte del emperador Augusto de un sistema monetario basado en el «aureus». Su aprovechamiento comenzó con métodos artesanales y se intensificó entre los siglos I y II de nuestra era con un sistema de lavado del mineral, llamado «ruina montium», que permitió extraer más de 300 millones de metros cúbicos de tierra mediante agua a presión (100 metros cúbicos por hora), transportada desde más de 40 kilómetros de distancia a través de siete canales, algunos de ellos utilizados hoy en día para excursiones a pie por este recinto protegido que es, además, Patrimonio de la Humanidad.
La magnitud de la obra y la admiración que siempre ha despertado convierten a Las Médulas en terreno abonado de relatos legendarios que amenizan las explicaciones sobre su origen. Uno de los más populares nos lleva a tiempos de la dominación musulmana en la comarca. Cuentan que dominaba El Bierzo un ambicioso y despótico sultán que, como dueño absoluto de aquellas minas, tenía a su servicio a siete hermanos esclavos a quienes obligaba a trabajar hasta la extenuación para conseguir mayores cantidades de oro. La leyenda no especifica si se trata de esclavos cristianos, pero muchos autores lo dan por supuesto.
Empeñado en sacar el mayor rendimiento posible al asfixiante trabajo de sus esclavos, un día les hizo una propuesta que no podían rechazar: entregaría la mano de su bella hija al primero de ellos que terminase de construir uno de los siete canales que llevaban meses horadando para traer el agua con la que arrancar el oro de las entrañas de los montes. Sin dudar un instante, los siete se pusieron a ello.
Pero hubo una circunstancia curiosa: mientras seis comenzaron a excavar por las alturas por ser el lugar donde se iniciaban los canales que conducirían el agua hasta los cañones por los que sería lanzada sobre las colinas, el más joven obró de manera contraria, esto es, excavando desde la parte de abajo, desde la misma explotación. Al verlo actuar así, tanto el sultán como sus hermanos lo tomaron por loco y comenzaron a burlarse de él. Pero no hizo caso. Siguió excavando sin descanso pero, eso sí, con una particularidad: siempre en dirección hacia donde otro de sus hermanos cavaba desde las alturas.
Al poco tiempo, para sorpresa de todos, nuestro protagonista dio con el canal descendente, una vez derribada la pared que los separaba, logrando así que el suyo se llenase del agua procedente del de su hermano. De esta forma fue el primero que consiguió deshacer los montículos y poner al descubierto el oro que encerraban. Los burladores se sintieron burlados y, al igual que el sultán, reconocieron la inteligencia del joven.
El patrón, satisfecho, le entregó a su hermosa hija en matrimonio, haciéndole, además, partícipe de parte de la inmensa fortuna derivada de la explotación aurífera. Cuenta la leyenda que el astuto constructor, lejos de actuar en su exclusivo provecho, se comportó de manera noble con sus hermanos perdedores compartiendo con ellos la enorme riqueza que les tocó en suerte, lo que les convirtió en los señores más poderosos de la comarca.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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