El llamado coche de la eternidad, pergeñado en el siglo XIX con movimiento perpetuo. EL NORTE
El cronista

Los cuatro inventores de Valladolid que intentaron producir energía gratis

Un maquinista, un relojero, un propietario y un maestro armero aseguraban tener lista una máquina de movimiento continuo, auténtico furor en el siglo XIX

Enrique Berzal

Valladolid

Martes, 7 de noviembre 2023, 00:11

Era mucho más que una simple moda en la España de la primera mitad del siglo XIX. La máquina del movimiento continuo o perpetuo era una auténtica obsesión en muchos países de Europa y América, y a menudo, también, el señuelo de algunos farsantes que ... buscaban hacer negocio a costa de los gobiernos. Quienes han escrito sobre el tema retrotraen hasta el siglo XII la idea de conseguir el movimiento continuo. Habría surgido en la India para extenderse luego a Occidente por medio de los árabes. Ya es sintomático que entre 1617 y 1903 se registraran en Gran Bretaña más de 600 solicitudes de patentes sobre aparatos de movimiento continuo, que resultaron un fracaso.

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La obsesión recorrió Europa y parte de América a partir de la Revolución Industrial, pues se trataba de hallar la fórmula para disponer de un motor que funcionara por sí solo, entregando energía sin coste y con capacidad para producir trabajo útil. Por poner un ejemplo, en 1847, un tal Ángel Pérez de la Riba aseguraba tener listo en Ruiloba, provincia de Santander, una máquina de movimiento perpetuo que podría ser aplicada a los carruajes para el campo; pedía para ello 300 millones de reales al gobierno, cantidad que, evidentemente, nunca recibió.

La fiebre del movimiento continuo llegó también a nuestra ciudad. Así lo atestigua un protocolo notarial que custodia el Archivo Histórico Provincial, fechado el 7 de mayo de 1849. En él, cuatro vallisoletanos acordaban asociarse para explotar una máquina de estas características, la cual, según su propio testimonio, estaba casi lista. Eran Silvestre Lorenzo, maestro armero y artífice del invento, el maquinista Bernardo Albán, que además era «poseedor del arte de la reducción de Palanca», el relojero Gerónimo González, y Bonifacio Ribero Príncipe, maestro de obras, propietario y agrimensor.

La idea partió de Silvestre, que aseguraba tener muy adelantados «los trabajos para descubrir los medios necesarios a conseguir el desarrollo del movimiento continuo», lo cual le había llevado a buscar a tres personas capaces de apoyarle «con sus luces y trabajo personal para llevar a cabo la formación de la maquinaria». Los cuatro se comprometían a no renunciar a dicho compromiso sin consentimiento de todos, y disponían una multa de 6.600 reales para quien desobedeciera tal condición. De igual manera, prohibían separarse para, aprovechando los conocimientos adquiridos, comenzar otra maquinaria «igual que la que intentan construir, haciéndose privativa de ella». Actuaron como testigos de tal compromiso los también vallisoletanos Antonio Tresgallo, Nicasio Rico y Nicolás Segoviano.

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A buen seguro que todos tenían en mente las noticias que les llegaban en este mismo sentido de otras provincias. De Cádiz, por ejemplo, donde Juan Márquez decía tener lista «una máquina que anda sola» y que podía emplearse para sacar agua de los pozos y elevarla a la altura que conviniese; o de la vecina Ávila, donde un escribano aseguraba haber inventado un carro que andaba solo y a buena velocidad, lo que haría inútil el ferrocarril. Sea como fuere, lo cierto es que los cuatro buscaron nuevos socios que aportaran los fondos suficientes. Y los encontraron.

Una nueva escritura, fechada el día siguiente (8 de mayo de 1849), establecía la constitución de una sociedad «cuyo objeto es la construcción de una máquina de movimiento continuo» formada por los cuatro pioneros, liderados por Silvestre Lorenzo, y otros tantos nuevos: Vicente y Francisco del Campo, Saturnino de la Mora y Julián Ruiz. La misión de estos últimos era «facilitar los fondos necesarios para los materiales de construcción», así como los que «se causen en su viaje, que han de hacer a la Corte de Madrid los cuatro primeros a practicar las diligencias que se requieran para poder hacer uso de la máquina luego que consideren estar en el caso de realizarlo».

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Arriba, extracto del protocolo notarial sobre la máquina de movimiento continuo de Valladolid. Abajo, un ferrocarril perpetuo, invento de un ingeniero norteamericano de principios del siglo XX, y artilugio para proporcionar el movimiento continuo. ARCHIVO HISTÓRICO PROVINCIAL/EL NORTE

A las condiciones anteriores sumaban el deber de los socios de «revelarse entre sí cuantos secretos emanen de la construcción de la máquina sin que se oculte ni el más significante», y la advertencia, a quien se separase y confesara la clave del invento, de tener que enfrentarse no solo a los 6.600 reales de multa, sino también a la persecución ante los tribunales. En caso de fallecimiento, los herederos podían optar «a la parte de interés que pueda reportar la asociación» y reclamar las cuentas pendientes. Entretanto, la prensa nacional no cesaba de dar noticias relacionadas con este afán: en Sevilla, por ejemplo, los trabajos estaban en curso, y en Baeza, Luciano Saura confesaba tener lista una «máquina sencilla que funciona por sí sola», que podía ser aplicada a la industria e incluso ser la base para construir «un autómata».

Pero ninguno de los supuestos inventores escapó del fracaso. Incapaces de contradecir las leyes de la termodinámica, las flamantes máquinas de movimiento perpetuo, encargadas de conseguir energía de la nada, no pasaron del papel. Así lo debieron de comprobar los cuatro vallisoletanos y sus socios, toda vez que el mismo protocolo notarial de 8 de mayo de 1849 contiene una anotación «dejando nula, de ningún valor ni efecto la presente escritura por la disolución voluntaria del compromiso en la misma consignado». Era el 20 de septiembre: el sueño de la energía eterna y gratuita solo había durado cuatro meses.

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