Tres de mis mejores amigos saben más de vinos que Baco y su cuñado. Es verdad que tengo otros que fardan de sabiduría vinícola pero el juicio que emiten guarda más relación con el precio de la botella que con lo que lleva dentro. Entre ... los que de verdad conocen el percal, presumo de tener buena relación con Mariano García, alma mater de una conocidísima bodega cuyo nombre prefiero obviar para que nadie me acuse de dar coba al vinatero esperando algún regalito en forma de botella. Con él aprendí muchas cosas menos a educar el paladar porque confieso sin pudor que casi cualquier tinto, blanco o clarete me parecen excelentes si estamos en el lugar apropiado y con gente de confianza. Antes, cuando era mucho más joven, el vino me parecía una bebida despreciable quizá porque el que usábamos para chatear era malo con avaricia y, por lo general, producía dolor de cabeza o ardor de estómago, dolencias ambas que a los veinte tacos importan poco pero a mi edad te amargan la comida y la jornada.
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Así que ahora no me duelen prendas en comprar para comer en casa o en el restaurante un tinto decente tirando a buenorro porque todavía me lo puedo permitir, y el día que no tenga liquidez me paso a la cerveza o arrimo el hocico al grifo de la cocina. En fin; cualquier cosa menos castigarme con uno de esos caldos que solamente se trasiegan si tienes cerca la gaseosa y eres generoso con ella. Gracias a mi buen paladar y a las ganas de aprender a vivir como si fuera rico he tenido la suerte de beber grandes vinos que, por lo general, me han salido baratos porque los han pagado otros, aunque siempre estoy dispuesto a rascarme el bolsillo. No obstante, como he dicho más arriba, lo poco o mucho que he aprendido fue gracias a Mariano García, que sigue siendo un tipo generoso y educado al que nunca escuché hablar mal de ningún caldo; eso sí: cuando sentenciaba: «hombre, no está mal», los que estábamos a su alrededor traducíamos: vamos a cambiar de vino.
La idea de este comentario me ha venido revisando una memorable entrevista hecha por mi amigo y maestro Nacho Foces para este diario en la que el gran Mariano dejaba sentencias como «De una cata de vino no hay que hacer un misal…, palabras y palabras. Que no, que todo es mucho más sencillo». Y esto lo dice un profesional que nació, nada menos, que en la Bodega de Vega Sicilia
La taberna de Rubiales
En las varias ocasiones que he tenido la oportunidad de hablar con él (y, ya puestos, probar alguno de sus caldos) aseguro que jamás le vi despreciar ningún vino, y siempre tuvo alguna palabra amable para el productor, aunque no lo conociera de nada. Como prueba de su generosidad con el sector, me quedo con esta frase recogida por Foces en la entrevista citada: «Puedes decir que este vino tiene una capa intensa; si quieres rizar el rizo, puedes decir que es color picota. Luego, aromas, nariz franca, limpia, no es una nariz acusada, no es llamativa; es seria, bien equilibrada, austera».
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Tanta sabiduría contrasta una enormidad con el vino que trasegábamos hace medio siglo, que debía tener bula papal para no destrozarnos el estómago. Hablo de un tiempo en el que el líquido consumido en bares y tabernas era, sobre todo, clarete, que solía pedirse en chatos o en porrón en cantinas como El Socia, el Caracristo y, más allá del Puente Mayor, la taberna de Rubiales, cuyo vino no me ha dejado ningún recuerdo bueno. Para rememorar aquellos tiempos, quedo a echar unos vasos con Luis el Cagueta y su primo Perico, que gracias a la pensión máxima que disfrutan se pueden permitir el lujo de chatear con caldos de cierta calidad. Como a veces me gusta ponerme un poco pijo con ellos, que creen que ejercer el periodismo es vivir como un cura con tres parroquias, les hablo de un tiempo en el que un constructor de nombre Fernando C. presumía de haber pagado «más de cien mil pesetas por una botella de tinto en La Fragua», mítico restaurante del Paseo de Zorrilla donde se apañaron grandes negocios. Cuando en su día le dije que me parecía una barbaridad soltar semejante pastizal me soltó algo que no he olvidado: «¿Te parece caro? Todo depende del negocio que hayas hecho esa mañana o esa semana. Imagínate un pelotazo por el que te han pagado cinco millones de pesetas por un terreno baldío que compraste por una birria y tienes permiso para construir centenares de pisos».
Igual me equivoco, pero tengo la impresión de que quedan muy pocos empresarios (si es que queda alguno) dispuestos a fundirse la pasta en comedores a la vista de todo el mundo porque no deja de ser una impudicia. Según me cuenta mi colega Toño Vadillo que dirigió un grandísimo restaurante «a día de hoy es raro que los que pagan mordidas y los que las reciben coman a la vista de todo quisque. Ahora se lleva la discreción», y a falta de restaurantes lujosos «las comilonas se hacen en bodegas o en lugares discretos de las afueras». Para que los tertulianos de la barra del Lorenzo vean que Toño conoce el percal nos revela que los comensales procuran «que al menos uno de ellos esté sereno» para volver a casa «porque te pillan los picoletos en un control de alcoholemia y te quitan hasta la partida de nacimiento». Lo que se lleva en estas comilonas es mandar por delante un coche lanzadera conducido por uno que no ha probado el alcohol en toda la sesión. «Lo normal es que bajando de Fuensaldaña haya un control a la altura de la primera urbanización. Sopla, da negativo, le dejan seguir y en cuanto arranca avisa del control a los que están comiendo y bebiendo en el restaurante». Cuando Quique de la Calle escucha estos trucos para salvaguardar los puntos del carné, deja una sentencia: «Pues alguno de los comensales igual no pueden salir hasta las tres de la madrugada porque aquí se sopla más que el siroco en el desierto».
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Ya, añade Jesusín Palomo, pero «la otra opción es quedarse a dormir en el pueblo… ¡Y a ver cómo se lo cuentas a la parienta! Si me quitan el carné puede que no se entere, pero si pernocto fuera del hogar conyugal igual me capa…».
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