Sonriendo al pajarito

Tiempos modernos ·

Apenas quedan en Valladolid locales profesionales donde hacerse una foto, lo cual no significa que hayamos abandonado ese arte o esa afición: es más, diría que sucede justo lo contrario

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 11 de marzo 2023, 00:15

Vaya por delante que la idea para esta chorradica sabatina me la dio mi colega Sonia Quintana con su reportaje publicado en El Norte sobre la familia Garay, una saga de fotógrafos profesionales que se expandieron por media España. Si la memoria no ... me falla, creo que, al menos un par de veces, acudí a retratarme al estudio que tenían en la calle de Santiago y que, según mi compañera, trincó en 1974. Pero la idea principal que me mueve hoy es la constatación de que apenas quedan en Valladolid locales profesionales donde hacerse una foto, lo cual no significa que hayamos abandonado ese arte o esa afición: es más, diría que sucede justo lo contrario.

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Lo que se lleva ahora es hacer fotos a todo: personas, animales o paisajes con el teléfono móvil, que ha desplazado casi por completo a las cámaras tradicionales y, por supuesto, a los establecimientos donde hacían el revelado y las copias. Aunque parezca mentira que en un aparato tan planito quepan tantas cosas, recuerde, desocupado lector, que el terminal que usted lleva en la mano o en el bolso permite, además, calcular distancias, buscar calles y ciudades, grabar vídeos, consultar la hora y el tiempo, tiene cronómetro, grabadora, linterna, mapas de todo el mundo, radio y la tira de pijadas. Cuando comento esto con mi amiguete Isidro Perales me asegura que sus hijos «le sacan mucho partido, incluso a ese cuadrado lleno de puntitos que sirve para pedir un café al camarero, que manda huevos lo que hay que aprender para que te atiendan».

Ambos coincidimos en que el personal hace (hacemos) fotos sin ton ni son: por ejemplo, el rótulo de una calle desconocida donde hemos dejado aparcado el coche, cosa que él aprendió en Bermeo «donde los cuatro que íbamos pasamos una hora intentando encontrarlo». Menos mal, añade, «que estábamos en un pueblo, aunque fuera grandote, que si nos pasa en Barcelona o en Madrid tenemos que volver en tren». Y para que nadie diga que me escabullo de esa inmensa mayoría de gente que retrata cualquier cosa a cualquier hora, reconozco que en la memoria de mi teléfono móvil debo tener como un millón y medio de insantáneas que he ido haciendo, o recibiendo, y que rara vez veo.

Todo esto contrasta con la fotografía entre particulares de hace medio siglo, cuando solo los más pudientes podían comprarse una Werlisa y en el colmo de los colmos una Nikon. Nuestros primeros carretes eran en blanco y negro y, luego, con el Primer Plan de Desarrollo, en colorines. En ambos casos los rollos solían tener espacio para 36 fotos, aunque apurándolos daban para dos o tres más, que llevábamos ilusionados a revelar a la tienda especializada para mirarlas cuatro o cinco veces, meterlas en un álbum y comprobar al cabo de unos años dos cosas: que nadie volvía a hacer tal cosa, y que habían perdido parte del color.

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Pero incluso antes de estas modernidades, el personal con posibles se retrataba en el estudio de Garay citado al principio que, como recuerda mi colega Sonia, antes de abrir su propio estudio trabajaban acudiendo «a las fiestas de los pueblos para retratar a la población local». Otra posibilidad era retratarse en el mismísimo Campo Grande, donde la familia Muñoz, Marcelino y Vicente, se ganaron la vida haciendo fotos durante cuarenta años, y que como recuerda el imprescindible blog 'vallisoletum', tienen una merecida estatua justo en el sitio donde trabajaban ocultos «tras la manguera y con el fuelle del objetivo desplegado, avisando al cliente de la inminente aparición del pajarito para que sonriera».

Para completar el reportaje quedo a echar unos vasos con mi amiguete Jesús Calvo para recordar el año en que nuestras dos familias estuvimos juntos de vacaciones en Torrevieja: ellos en un 'Dos caballos' y servidor en un 600 amarillo que me vendió un excolega de El Norte de Castilla, que ya tenía 90.000 kilómetros cuando decidió cambiarlo por otro. En total éramos siete, cuatro adultos y tres críos, y además de pasarlo bomba nos hicimos un millón de fotos, exagerando una miaja. Eran retratos un poco chorras, como casi todos los de las vacaciones: entrando en el agua, saliendo del agua, comiendo tortilla o inmortalizando al personal. La primera gestión que hicimos al volver fue llevar a revelar la media docena de carretes que habíamos consumido, tarea que le tocó a Chuchi, que se acordaba perfectamente: «primero, porque había una cola de la leche hasta llegar al mostrador, en la plaza de Santa Cruz, y luego porque tardaban mogollón de días en darte el resultado». Ninguno de los dos sabríamos decir cuánto dinero nos costó aquella tarea, pero seguro que no fue barata. Para terminar de fundir los ahorros, ambas familias nos juntamos en su casa y pagamos a escote la merienda cena durante la cual las instantáneas fueron pasando de mano en mano sin que nadie se fijara mucho en las casi 200 fotos que sacamos, y que vaya usted a saber dónde habrán acabado.

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Como nuestras familias se distanciaron a medida que los chicos iban creciendo, nadie demostró interés alguno en volver a reunirse para verlas de nuevo: tras el estreno, cada grupo se llevó las suyas, pagamos a escote el revelado y como no sé qué hicieron ellos, cuento mi parte: las pegué en un álbum casero y allí siguen por los siglos de los siglos.

La última vez que he necesitado retratarme fue para renovar el DNI que, por cierto, ya no me dan más; o sea, que con este las espicho. El caso es que como había leído que esas fotos se hacían o se iban a hacer directamente en Comisaría, me acerqué a preguntar. En la misma puerta un agente uniformado y con número de placa AC281 me sacó de dudas: «Mire, caballero, aquí no se hacen fotos. Si las necesita, tiene un fotomatón a diez metros a su espalda y creo que en la calle Torrecilla hay otro sitio donde también se pueden conseguir».

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No necesito decirles que he salido fatal en ambos sitios, pero no es porque sea feo, sino porque en ninguno de ellos nadie te avisa de cuándo va a salir el pajarito. Es más: de hecho, ni hay pájaro ni chorras en vinagre.

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