La circular enviada por el Ateneo de Valladolid a los maestros de las escuelas castellanas tenía un doble objetivo: celebrar el fin de la primera masacre mundial y organizar un acto simbólico para pedir la preservación de la paz. Y qué mejor para ello que hacer partícipes a los niños. Era febrero de 1919 cuando la institución cultural de esta ciudad propuso erigir en el Campo Grande un «testigo estoico del hermoso sentimiento de paz que hoy invade todos los pechos». Se trataba, en efecto, de una de tantas iniciativas a favor de la paz después de cuatro años de guerra mundial y más de nueve millones de muertos. Era necesario, señalaba Narciso Alonso Cortés, presidente de esta institución cultural, conmemorar «la terminación de la guerra cruel que durante cuatro años ha asolado al mundo».
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Durante los años que duró en conflicto, de 1914 a 1918, el consistorio de Valladolid, ya fuera en tiempos de Infante, Carnicer, Stampa o Gutiérrez, puso su grano de arena en pro de la paz no sin antes alertar a la población de una inminente crisis de subsistencias, lo que obligó a hacer todo lo posible por abastecerse de trigo, harina y carbón. Hubo numerosas cuestaciones y ayudas, tanto para las víctimas del conflicto como para aquellos repatriados que volvían a su país sin techo ni trabajo. La Conferencia de Paris, en enero de 1919, sentaría las bases de los cuatro Tratados dirigidos a organizar el mapa de la paz mundial.
Muy pronto, el Ateneo de Valladolid decidió organizar algo ejemplarizante, un evento que quedase grabado en la mente y en los corazones de aquellos vallisoletanos a los que una proyección de cine sobre los horrores del conflicto, emitida en 1918 en el Teatro Calderón, había dejado completamente horrorizados. «El Ateneo quiere hacer patente su entusiasmo por la terminación de la horrorosa conflagración que ha devastado al mundo por más de cuatro años», señalaba la circular. Solicitaba a los niños «del suelo castellano un puñadito de tierra para plantar con ella en la capital de la región un roble, testigo estoico del hermoso sentimiento de paz que hoy invade todos los pechos».
A partir de ese momento comenzó a hablarse del «roble de la paz». El llamamiento se dirigió a los maestros de todas aquellas provincias que, según decía la convocatoria, se hallaban «comprendidas en la misma unidad geográfica», extendiendo, por tanto, las misivas a Santander y Logroño. Cada escuela aportaría veinte gramos de tierra, como recordaba en las páginas de El Norte de Castilla Hermenegildo Sánchez, maestro nacional de la localidad salmantina de El Maíllo, en la comarca de la Sierra de Francia.
El día escogido fue el 27 de febrero de 1919 y el lugar, el Campo Grande. Aquel día, sin embargo, una lluvia persistente obligó a retrasar el acto hasta el 6 de marzo, hace ahora 103 años. Las autoridades, encabezadas por el alcalde Gaspar Rodríguez Pardo, el gobernador Cortinas y el presidente de la Diputación, Martínez Díez, citaron a toda la ciudadanía a las tres y media de la tarde. «En la primera plazoleta que los jardines del Campo Grande forman entre el paseo de los faroles y el de Zorrilla» se dieron cita cientos de vallisoletanos, que con admiración observaron cómo los ingenieros forestales transportaban un «hermoso ejemplar» de roble procedente de los montes de Brañosera.
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Un improvisado coro de niños, «infancia guardadora de todas las ternuras y esperanzas», entonó un «precioso himno» bajo la dirección de Ángel Torrealba, profesor de canto de la Universidad Pontificia y beneficiado de la Catedral. A los paquetes procedentes de «las escuelas de toda la región castellana» se sumó la tierra del llamado «Laurel de la Reina», de la localidad granadina de La Zubia, enviado por el catedrático Martín D. Berrueta. Por el Ateneo asistieron en presidente de honor, Álvaro Olea Pimentel, y el secretario, encargado de leer las cuartillas en las que Berrueta revivía la leyenda de ese «Laurel de la Reina» donde, según cuentan, descansó Isabel la Católica durante el sitio de Granada.
La actriz Gloria Torres leyó poemas de Cándido R. Pinilla antes de que un himno escolar pusiera fin al acto. «Cuando, pasado el tiempo esos niños de hoy vean crecer el árbol que así hemos de plantar, sentirán que en su savia vive algo suyo, y comprenderán que Castilla no permaneció indiferente ante la era de paz que ahora comienza», señalaba este periódico, que también anunciaba la voluntad del Consistorio de colocar un azulejo alusivo a los pies del «roble de la paz».
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