G. Carrión
El cronista | Tiempos modernos

Relajarse con agua corriente

«Ni que decir tiene que esta vida de lujo y relax contrasta una enormidad con el concepto que teníamos hace medio siglo de los servicios que ofrecían, en general, los balnearios porque servidor acude ahora a esos sitios a lucir las piernas envuelto en un albornoz blanco que huele a limpio y, sobre todo, a comer como un marajá»

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 19 de agosto 2023, 00:03

Cada día conozco más gente que, sobre todo cuando llega el otoño-invierno que está a la vuelta de la esquina, se van un par de días a disfrutar de las bondades de un balneario, que conviene reservar temprano porque son multitud los que quieren ... hacer tal cosa. Y no crean, desocupados lectores, que estoy hablando de una actividad barata porque el precio de los más aparentes se asemeja mucho al de cualquier hotel de lujo o parecido. Y aunque no me gustan mucho ni el viaje ni las actividades que proponen, confieso que me he alojado en media docena de ellos apoquinando por cada día de estancia un huevo y la yema del otro. Pero, a día de hoy, el ocio termal está muy solicitado y como a casi todos mis amigos les gusta que les soben la espalda, pues no nos queda remedio que liar el petate y hacernos trampas en el solitario repitiéndonos, una y otra vez, que volveremos a Pucela medio nuevos después de habernos aburrido como ostras.

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De todas formas, para empezar esos lugares ahora se llaman spas, palabro que el Diccionario de la Academia dedica a los «establecimientos que ofrecen terapias o sistemas de relajación, utilizando como base principal el agua, generalmente corriente, no medicinal». Pero leyendo dicha definición, lo primero que me gustaría preguntar es que si los tratamientos que ofrecen se hacen con agua del grifo no podemos hacerlos en la ducha de casa. En fin, como soy un paleto no me hagan demasiado caso porque como repite mi amigo Tito Castilla «algo tendrá el agua cuando la bendicen». De momento, lo que tiene es una saludable capacidad para aligerar la cartera de los usuarios ya que la broma de pasar unos días allí sale por pastón.

Tomar las aguas

Actualmente, mi santa y yo vamos a esos sitios una vez cada cuatro o cinco años y, según dice ella, «volvemos como nuevos». Tan cambiados para bien que cuando regresamos la última vez, mi exvecino Luisito Pintado me dijo en nuestro bar de siempre que se me había puesto «piel de millonetis», y hasta parecía interesado en que contara al grupo de contertulios de barra qué había hecho para rejuvenecer por lo menos una semana. «Canta, te habrá costado una pasta pero estás hecho un dandi». Puesto en la tesitura, tuve que mentir un poco para que no me llamaran 'pringao', que en mi juventud era un insulto en toda regla. Así que les conté que durante nuestra estancia en el establecimiento gallego elegido recibimos tratamientos de exfoliación, relajación y masajes hechos por «profesionales terapeutas para disfrutar de una experiencia wellnes completa», texto copiado directamente de uno de los folletos que nos hemos traído, y no me pregunten qué significa 'wellnes' porque ni lo sé ni me importaría morirme sin saberlo.

Lo que más suele llamar mi atención son los restaurantes del balneario y alrededores, que unido a la muy saludable posibilidad de empujarnos una botella de vino en la comida y otra cenando, convierte lo de adelgazar en una blasfemia. Porque lo confieso sin pudor: los spas me dan hambre, incluso haciendo menos ejercicio del que hago ahora mismo sentado frente al ordenador. Y como los dueños de estos establecimientos son conscientes de que tan placentero es un masaje relajante como unos «huevos de eco huerto sobre crema de boletus con tempura de alcachofas», pues me lo zampo todo y cuando vuelvo a casa me pongo a régimen.

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Ni que decir tiene que esta vida de lujo y relax contrasta una enormidad con el concepto que teníamos hace medio siglo de los servicios que ofrecían, en general, los balnearios porque servidor acude ahora a esos sitios a lucir las piernas envuelto en un albornoz blanco que huele a limpio y, sobre todo, a comer como un marajá. Por eso ya no me sorprende volver a casa con un par de kilitos de más y decir a los colegas del Bar Lorenzo que puede que haya engordado, pero que es un problema de metabolismo que me estoy tratando porque he comido poquísimo y he hecho más ejercicio que nunca. Pero a las termas de entonces solían acudir personas de faltriquera rellenita y que en lugar de ir a ponerse las botas zampando (quizá porque ya lo hacían todo el año en sus casas) iban «a tomar las aguas», que según contaba mi exjefe don Teodosio Martín eran «mano de santo».

Hablamos de un tiempo en el que los balnearios debían ser mucho más aburridos que ahora (que incluso tienen discoteca y dos o tres bares) porque su oferta incluía, además de médicos y enfermeras, «piscinas y fuentes termales» para «tratar enfermedades infecciosas, reumatismo, problemas respiratorios, lesiones cardiacas, afecciones cutáneas, neurosis, alergias» y otros males para los que había pocos remedios. El abuelo de Vicentín, el único amigo rico que he tenido, iba todos los años a un balneario a bañarse y relajarse en los spas de Cestona, Mondariz, La Toja o Vichy Catalán. Lamento no poder decir cómo volvían de lozanos los usuarios de esos espacios de principios del siglo pasado, salvo lo que pudiera contarme Vicentín, al que prefiero no preguntar porque es más fantasioso que servidor, que ya es decir.

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Como acabo de volver hace dos días de un balneario chachi con casi tres kilos de más opto por pedirle a Lorenzo, dueño del bar del mismo nombre, una botella de agua mineral con gas para compensar la panzada de cuatro días a vientre perdido. De mala gana me dice que en su bar «no se venden esas cosas, pero si quieres agua normal te doy un vaso, y además no te cobro nada porque para eso eres cliente». Como me ha oído contar en la barra los menús que me he zampado durante mi estancia en el spa, masculla la sentencia de rigor: «Canta, no sigas así que acabas dando en tonto…». Para salvar mi honor, les cuento una mentirijilla, que se la tragan porque ellos nunca irían a esos sitios tan lujosos. «Que sepáis, que además de comer como Dios he disfrutado de dos tratamientos de belleza: integral y corporal y he visitado una terma romana. Ah, y me he dado un baño de barro». Lo remata El Cagueta: «se nota que te has lavado después…».

Luis, majete: la envidia es así de miserable…

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