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El Museo de la Ciencia de Valladolid. Enrique de Teresa

La rehabilitación de la harinera quemada que alumbró el Museo de la Ciencia de Valladolid

Descubre Valladolid ·

La torre que luce en lo alto del edificio se ha convertido en un nuevo hito de la ciudad

Viernes, 14 de octubre 2022, 13:55

Desde las 23:15 de la noche del sábado 16 de agosto, en el verano de 1975, un gigantesco incendio arrasó la fábrica de harinas El Palero, propiedad de los hijos de Eugenio Pardo. Ante la magnitud del siniestro los bomberos, que se personaron minutos ... más tarde, nada pudieron hacer para salvar el interior del cuerpo principal ocupado por la fábrica con toda su moderna maquinaria. Pudieron salvaguardar únicamente los antiguos edificios anexos de la harinera fundada a mediados del siglo XIX. Cuando a las dos de la madrugada el incendio ya estuvo dominado, del edificio fabril construido en 1912 sólo quedaban humeantes los robustos muros de ladrillo rojo, convirtiéndose así en una ruina lo que hasta entonces era la construcción primordial de una próspera industria harinera.

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La fábrica había sido pionera en España por su sistema, edificada siguiendo los planos de la firma suiza Daverio Henrici & Cia, que se especializaría en sistemas y edificios para fábricas de harinas con diversas estéticas arquitectónicas como las de 'San Clotilde' en Jaén, la modernista 'San Francisco' para Albacete o la neomudéjar 'La Esperanza' de Alcalá de Henares. Incluso el sistema fue empleado en la reforma de la harinera 'San Antonio', junto al canal de Castilla en Medina de Rioseco. En su arquitectura, la de Valladolid que nos ocupa, siguió un gusto ecléctico utilizando elementos de diferentes estilos arquitectónicos en sus muros de ladrillo, un diseño asociado en esta ciudad a los edificios fabriles en los principios del siglo XX. De esa estética y de los tres pisos que tuvo la de El Palero aún dan testimonio los otros tres niveles de ventanales con uno, dos o tres huecos entre el ritmo de pilastras del muro que recorre toda la fachada.

(Consulta en la hemeroteca de El Norte de Castilla la edición del 17 de agosto de 1975)

Así quedó la ruina, abandonada durante años a su suerte, hasta que se abrió la posibilidad de recuperarla gracias al Plan Parcial El Palero aprobado en 1992, una vez que la finca había pasado a ser propiedad pública. Y en 1993, con Rodríguez Bolaños a la cabeza del municipio, por decreto de Alcaldía se formó una comisión técnica para estudiar la creación del que ahora es Museo de la Ciencia en Valladolid. Había que solucionar dos problemas, ¿qué exponer?, encarrilado con el encargo de un proyecto museístico a la Universidad de Valladolid, proyecto para un museo sin colección, un museo variable e interactivo —al modo del de la Ciencia en Barcelona abierto desde 1981—; y, en segundo lugar, ¿cómo mostrarlo?, por lo que se encargó a los arquitectos Rafael Moneo y Enrique de Teresa un proyecto de arquitectura y urbanismo en el que se incluyera la recuperación del edificio que ardió en aquella noche calurosa de 1975. Se tardó varios años y ya con León de la Riva de alcalde, a finales de 1996, se contaba con el diseño museístico presentado por la Uva, estando aprobado el proyecto para la rehabilitación de los restos de la fábrica con los planos de las nuevas edificaciones anexas que darían servicio al museo.

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Vista general del Museo de la Ciencia en la que se puede observar el muro de ladrillo rojo de la antigua fábrica de harinas que aún se conserva. Paisajes Españoles.

También en aquel 1996, Rafael Moneo recibió el Pritzker, estimado como el Nobel de la arquitectura, siendo así reconocida internacionalmente su labor puntera como arquitecto y profesor, con referencias demostradas de su calidad como por ejemplo el edificio para el Museo de Arte Romano en Mérida. En este proyecto, entre otros de su estudio de Madrid, trabajó el joven arquitecto vallisoletano Enrique de Teresa Trilla, discípulo de Moneo cuando ostentaba Cátedra en la Escuela de Arquitectura de Barcelona e incorporado a su despacho madrileño desde la apertura en 1973 hasta 1981. Moneo también contó con él en el proyecto de Valladolid, terminando por ser su arquitecto principal en cuyo equipo se mantuvo el maestro Moneo como arquitecto consultor.

El edificio se concluyó en 2004, nueve años después del inicio del proyecto, tras cinco fases en las que la obra arquitectónica fue tomando forma, convirtiendo el edificio en ruina en el núcleo al que se fueron anexionando todos los elementos que el programa museístico demandaba: espacio de recepción, salas para la exposición permanente, núcleo de comunicaciones, gran espacio de exposiciones temporales, un planetario, edificio para la administración, e incluso sala de congresos, biblioteca, aparcamiento, bar y un restaurante. El resorte que el arquitecto Enrique de Teresa utilizó en su gestación fue el mismo al modo en que se habían incorporado sucesivamente los edificios en la antigua fábrica de harinas. Empatizó con el proceso de crecimiento originario, donde el edificio en ruinas había sido el último anexionado, convirtiéndose aquí en el primero de esta nueva arquitectura. Un proceso de agregación donde cada elemento poseía su identidad, pero enlazados sucesivamente, convirtiendo esa ruina exquisita en el nuevo origen de la unidad de toda la intervención.

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Diferentes imágenes de las zonas interiores del Museo de la Ciencia. Enrique de Teresa

A este proceder que nos recuerda cierto método literario surrealista hay que sumar la consideración que lo nuevo tuvo con lo existente. Se consiguió por distintas maneras: mediante la utilización de muros de ladrillo, en este caso negro, junto a los colindantes muros rojos de la fábrica; como también con la fachada en dientes de sierra frente al muro superviviente del incendio, haciendo con esta imagen de factoría una sutil referencia a la genética fabril del lugar. Asimismo, el óxido del material de cobre empleado aportó un color verdoso relacionado con el verde de la vegetación junto al río. En esta consciencia de la nueva arquitectura con el lugar están los resortes que se explican en un edificio amarrado al río por su dependencia de la fuerza motriz: a él se abrió la mirada desde el cuerpo de cristal de las escaleras, hacia su paisaje, camuflándose con él mediante sus reflejos y continuado la vegetación en la plataforma inferior del paseo de la ribera. También contemplado en altura desde la torre convertida en nuevo hito de la ciudad, como un faro luminoso en la noche.

Pero el lugar en 1995 presentaba unos problemas urbanos inexistentes en su origen. En torno a la ruina habían ido creciendo cuatro barrios desconectados entre sí. Además, a la separación con la ciudad por el río se había sumado el nuevo cierre que supuso la carretera de Salamanca. Y aquí es donde la arquitectura de Enrique de Teresa tomó un papel que trascendía de su propio destino como museo, aportando soluciones a estos problemas. A través del edificio creó una continuidad de paseo enlazando Parquesol con el Cuatro de Marzo al otro lado del Pisuerga. Recorrido que, desde el oeste, comienza en un jardín, salva la Avenida de Salamanca cerrando la vista al tráfico, y ante el paseante ofrece la vista del museo sobre una plataforma alta de otro jardín, éste visual sobre el aparcamiento. El recorrido continúa hormigueante en torno al edificio y, tras la pasarela peatonal proyectada por Moneo asistido por de Teresa y J. M. Calzón, concluye junto al Paseo de Zorrilla. Tanto o más interesante es el modo de enlazar la Huerta del Rey con el barrio de Arturo Eyries, creando dos plazas en el nivel de la plataforma de apoyo del edificio, conectadas al exterior bajo la pasarela, o a través del propio vestíbulo del museo. Esta dimensión urbana la explica el arquitecto relacionándola con sus reflexiones sobre plazas históricas italianas como las de Siracusa, Pienza, o San Ignacio y San Pedro en Roma.

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Daniel Villalobos

Para concluir queda explicar la dimensión espacial del edificio, a cuya visita invitamos al lector, donde se muestran unos espacios ricos, sugerentes en visiones diagonales, oblicuas y enlazados con distintas alturas. Paso a paso surgen bellísimos encuentros de la estructura con la luz. Esta arquitectura se recorre en torno y al interior en la sucesión de espacios ordenados para ser percibidos en movimiento, nos muestra un segundo maestro de su obra. Más allá de Rafael Moneo, o de las relaciones con otras arquitecturas como las del portugués Álvaro Siza o del británico James Stirling, a los que se dedicó en su tesis doctoral, en el horizonte de Enrique de Teresa permanece el arquitecto franco suizo Le Corbusier. Es del maestro del Movimiento Moderno de quien este edificio confiesa su dependencia más erudita, atestiguada en pequeños testimonios formales como sus parasoles blancos sobre la fachada negra de la biblioteca, los verdes del mirador al río o la puerta pivotante en la entrada a la sala de exposiciones temporales. Pero es en la secuencia de espacios diseñados para ser percibidos en un paseo arquitectónico donde se ofrece más claramente esta influencia, una condición cómplice con el propio uso de un museo, la concatenación de espacios para ser recorridos. Aquí, el arquitecto añade una condición tridimensional al paseo al utilizar las escaleras mecánicas de la entrada, o las que unen de planta a planta las salas en una sucesión de espacios cerrados y abiertos, con el redescubrimiento para el visitante del paisaje del Pisuerga contemplado en movimiento sobre las escaleras mecánicas desde el mirador, una nueva dimensión del paisaje de la ciudad que hasta este momento no se había mostrado ante sus ojos.

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