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Aunque no nos demos cuenta vivimos rodeados de cacharros pensados para hacernos la vida más fácil, incluso a torpones como un servidor cuyos conocimientos no pasan de cómo abrir y cerrar el frigo y, ya puestos, calentar un vaso de leche en el microondas; eso sí, siempre que nadie manipule la ruedecilla de la temperatura y salga el producto como recién llegado del Infierno de Pedro Botero, que se decía antes. Como mis conocimientos técnicos del cacharreo doméstico son muy rudimentarios me limito a convivir con ellos sin tocarnos mutuamente, y menos ahora que existen multitud de artilugios que parecen pensados para ingenieros industriales con máster en Harvard.
Si nos ceñimos exclusivamente a las virguerías que reinan en las cocinas del presente siglo tenemos desde planchas de inducción a estufas de cuarzo, pasando por convectores, o un aparato que proporciona «una corriente de aire de 100 kilómetros por hora que ejerce una fuerza sin igual y separa el polvo fino de la suciedad gruesa». Alabado sea el Santísimo, o como solía decir don Félix Calvo, eterno alcalde de Villalar de los Comuneros cuando entraba en un sitio que le parecía grandioso o descomunal: ponía los brazos en jarras y exclamaba: «¡de todas maneras, qué gente más lista!», piropo dedicado a los diseñadores de alguna maravilla. Estoy seguro de que juntos habríamos disfrutado acariciando las modernas batidoras o esas máquinas de limpieza al vapor que es como me gustan a mí los mejillones.
Me hubiera encantado escuchar sus sentencias viendo juntos electrodomésticos de nombres tan sugerentes como 'quitapelusas', estaciones meteorológicas o un artilugio llamado 'SteakMaster', que es «el primer y único horno que te convertirá en un experto en cocina de carne en unos pocos pasos simples. El chuletón perfecto, jugoso y tierno en casa, con calidad de restaurante», sin averiguar si es obligatorio tener carné de conducir para manejar algunas de ellos.
Para ponerme al día visito una de las tiendas de la familia Ruano que en 1954 abrió su primer negocio en Valladolid y cuyos herederos son la tercera generación de una firma por la que han pasado casi todos los pucelanos varias veces. Como Mario Ruano, el heredero de la saga, tarda un poco en atenderme recorro la tienda tomando notas de algunos de los inventos pensados para hacernos la vida más fácil; bueno, hacer la vida más sencilla a casi todos menos a un servidor, cuya experiencia en la cocina no pasa de freír un huevo: eso sí, en una sartén y echando aceite. Cuando me hace caso y le cuento en lo que me he entretenido me dice que me faltan muchos artilugios por ver como «una fondue, una crepera, unas planchas para el pelo, aunque los fijos siguen siendo la lavadora, el frigo y la tele». Sonríe cuando le cuento que en la casa donde me nacieron teníamos una cocina de carbón, un cazo descascarillado, dos pucheros y, en el colmo de los lujos, media docena de platos de Duralex.
Hablando con él empiezo a entender que no es sencillo elegir una cocina porque conviene diferenciar entre vitrocerámica o de gas, eléctrica, de inducción, halógena, radiante, rápida, e incluso modelos que combinan focos de distinto tipo. Por si faltaba algo sale a relucir otro cacharro indispensable en cualquier lugar: el microondas que, según confiesa, «en los años ochenta costaba ¡40.000 pelas!, que se dice pronto». Mi interlocutor recuerda «que cuando Continente (hoy Carrefour) abrió la primera tienda en Valladolid ofrecía uno de estos por 29.999 pesetas. Una locura teniendo en cuenta que el salario medio apenas alcanzaba las 50.000 al mes».
Mario Ruano, que es buen conversador, recuerda que el negocio lo abrió su abuelo «en la época de la posguerra y el desarrollismo cuando hacían falta electrodomésticos, se empezaban a inventar algunas cosas y Valladolid creció mucho en poco tiempo». Fue el momento de vender, sobre todo, radios y lavadoras «entre lo poco que había en aquellos años». Aunque él no conoció esa época (que servidor no olvida), sus mayores se encargaron de transmitirle la idea de que «esos aparatos eran carísimos (como si una tele costara ahora 4.000 euros) y, por eso, buena parte de las ventas se hacían a plazos».
En este punto de la entrevista evoqué aquel tiempo en el que mis vecinos y mi familia comprábamos a plazos las cosas más elementales, sistema que imagino está en desuso. «No te creas, contesta mi interlocutor, todavía hay artículos que se venden a crédito, aunque muy pocos comparados con la época de mis abuelos donde había que firmar letras para hacerse con una cafetera». A pesar del tiempo transcurrido, Mario Ruano aún recuerda «una caja que teníamos en la tienda de Labradores donde guardábamos los pagarés firmados que se entregaban al comprador a medida que los iba abonando».
Al hilo de esta revelación, el heredero de la saga despertó mi curiosidad comentándome un sistema para vender radios del que no había oído ni una palabra en los mil años que llevo vividos. Así, cuando un cliente quería comprarse un receptor y no tenía dinero suficiente para pagarlo al contado «algunos traían de fábrica una hucha pegada al aparato. El comprador sabía que el mismo llevaba incorporado un temporizador y si quería escucharlo echaba, por ejemplo, una peseta que a lo mejor daba para una hora, y luego otra peseta, y así. Una vez al mes, acudía al domicilio un empleado de nuestra tienda que abría el cepillo, contaba el dinero, lo anotaba en su libreta e informaba al cliente: este mes ha metido usted veinte pesetas: ya solo le quedan por pagar otras 200 para que la radio sea suya». Cuando acababa de abonarla, el empleado quitaba el dispositivo tragaperras, momento mágico en el que ya se podía utilizar a todas horas la radio liberada de la hucha temporizadora.
Salgo contento de la entrevista porque, a pesar de las penurias de mi infancia, la que había en casa no necesitaba dinero, lo que nos sirvió para escuchar 'Ama Rosa' y mi serie preferida: 'Matilde, Perico y Periquín'. Sin tener que alimentar la hucha.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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