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Hace algunos meses dediqué un artículo a las modernas técnicas publicitarias manejadas por los expertos para 'ayudarnos' a comprar lo que sea, incluso sin que lo necesitemos. Pero para dar sentido al presente comentario llevo semanas instruyéndome en las nuevas y sofisticadas tecnologías de venta como esa de una planta mágica de juguetes o la hija que va a buscar al aeropuerto a su papá, aunque el anuncio que más me mola es el de la lotería de ayer recordando que «No hay mayor suerte que la de tenernos». No obstante, mi predilecto desde hace años sigue siendo el de Lancomê en el que una señora de muy buen ver montaba un caballo subiendo escaleras. Bueno, no necesito entrar en muchos detalles porque las navidades no han hecho más que empezar y en la tele llevan 'echando' anuncios sofisticados desde finales de verano. Pero en estos asuntos no todo se hace utilizando corceles blancos, señoras rubias de melena larga y lisa o bebidas refrescantes que invitan a compartirla «con quien tú sabes», que en mi caso concreto sería con mi señora, que se niega a hacerlo «porque me da flato, ¿o es que no lo sabes de siempre?». Cuando se pone así, ni lo intento.
Sin embargo, lo que me llama la atención es que, más allá del boato y la petulancia de algunos spots, sigue habiendo otros medios, mucho más baratos, para endilgarte un producto que generalmente no necesitas. Me estoy refiriendo al buzoneo directo que, a pesar de lo antiguo que parece, resulta bastante más eficaz de lo que suponemos. Para ilustrarme en el tema visito la web de la Asociación Nacional de Empresas dedicadas a este menester donde leo que aunque el sistema pueda parecer anticuado «sigue siendo relevante y genera resultados palpables». La razón de esta eficacia es que llega directamente a los domicilios de los potenciales clientes, lo que garantiza «una presencia física en el hogar de las personas, capturando su atención de manera más efectiva». Y, lo que son las cosas: ha tenido que pasar medio siglo para que un berzotas como servidor se dé cuenta de que, efectivamente, el buzoneo no se entromete en tu vida porque puedes tirarlo a la basura sin haberlo leído, aunque lo normal es echar una ojeada antes de hacerlo. El firmante, por poner un ejemplo concreto, tiene encima de la mesa un catálogo de material de oficina y otro de productos de ferretería que, incluso siendo un manazas, ojeo con frecuencia. Lo suyo es que empiece a leerlos en el ascensor y aguanten semanas en la repisa del cuarto de baño, lo que me permite saberme de memoria lo que ofrecen y lo que cuestan.
Este sistema de recibir publicidad en casa contrasta un montón con esas llamadas telefónicas intempestivas de mozos y mozas a los que no conoces de nada y que te meten un rollo del copón de la baraja para endiñarte los objetos más variados. Mucha Ley de Protección de Datos y mucha zarandaja pero todo quisque tiene tu teléfono y la libertad de llamar a él cuando crea que te puede vender algo. Comentando estas técnicas con los colegas del Lorenzo, Luis el Cagueta asegura no coger el teléfono a deshoras, mientras que su primo Adriano dice que a pesar de estar apuntado a una lista que prohíbe las llamadas comerciales, no se libra de recibirlas.
Servidor, aunque la conocida 'Lista Robinson' (que teóricamente permite aislarte de llamadas no deseadas) lleva funcionando desde hace años, sospecho que se cumple a medias, por lo que he dejado que pase un tiempo para comprobar, en mis carnes, si dicha prohibición se está cumpliendo o, por el contrario, los que se dedican a este negocio se están pasando el texto legal por donde dicen que se pasaba la moneda la gitana. El incordio es de tal envergadura que la OCU no tiene empacho en denunciar que «te acosan por tierra, mar y aire con e-mails, cartas y llamadas en las que intentan endilgarte tarifas, seguros, descuentos...». Aunque dentro de nada hará medio año desde la promulgación de la Ley General de Telecomunicaciones que impide hacer llamadas comerciales sin permiso del receptor, servidor y buena parte de sus vecinos y amigos siguen soportándolas.
Este sistema tan invasivo de vender contrasta una barbaridad con la manera directa de hacerlo antiguamente en todos los barrios, incluyendo el de La Maruquesa, que es donde nació un servidor. Por allí, los domingos y festivos pasaban aceituneros, vendedores de hielo, mieleros, almendreros, teleros que vendían retales o seguros de decesos que daban de alta incluso al recién nacido «por si acaso…». Hablo de un tiempo en el que se vendían a domicilio enciclopedias, sábanas y colchas y cosas parecidas. Incluso ofrecían máquinas de coser imposibles de pagar; tanto, que mi santo padre conocía a uno de estos comerciales y un día cuando el buen hombre trataba de colocarnos a plazos una máquina de coser, mi progenitor desde la cama le soltó: «¡como me levante, Luisito…, ay como me levante!». A estas alturas del presente comentario, confieso que, siendo un crío, he vendido por las casas arena para limpiar las cazuelas a conciencia, mientras mi amigo Pablo Cortés recogía «cagajones de caballo o de burro para fregar los cacharros del hogar».
Con el tiempo, he descubierto un sistema para librarme de las llamadas telefónicas comerciales indeseadas, que de entrada son prácticamente todas. Cuando no conozco el número o es demasiado largo, contesto con voz profunda y sentida: «Buenas tardes, ha contactado con la Funeraria Nuestra Señora de La Piedad; le atiende Federico: ¿en qué puedo ayudarle?». Otra fórmula similar es esta, que les dejo de regalo, desocupados lectores, por si les dan la chapa a través del teléfono: «Habla con la Funeraria Nuestra Señora de La Piedad. Si es para encargar un servicio fúnebre pulse uno y recuerde que necesitaremos datos básicos del finado tales como altura, peso y edad; si es para conocer detalles de algún sepelio en nuestros tanatorios pulse dos; si es para otro asunto relacionado con nuestro trabajo pulse tres y será atendido por un operador».
Cuelgan enseguida.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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