![Pescado limpio y arroz a la zamorana](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2023/03/13/1447649082.jpg)
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A nadie le sorprende encontrar hoy a un hombre comprando en la pescadería y pidiendo al vendedor que se lo deje limpio para «prepararlo rociado de almendra molida, chalotas y uvas de moscatel maceradas», como le oí decir a un cursi en el mercado. En otro orden de cosas, ayer vi a un papi tirando de la sillita del bebé y llevando de la mano a otro algo más mayor; el hombre estaba parado junto al Carrefour cambiando el pañal al chiquitín, con una soltura envidiable, de lo que deduje que lo hace con frecuencia. Hablo de varones que se depilan, van al gimnasio y a la manicura, se quitan los pelillos de la nariz o las orejas y se compran la ropa sin asesoramiento de la parte contraria.
En la puerta de casa me encuentro con mi vecino Santiago Redondo al que pregunto, con un poquito de coña, si va a hacer la compra. «Pues has acertado, pero estoy esperando a mi santa, que hoy me acompaña». A la pregunta de si lleva lista escrita me responde lo que esperaba: «Claro, pero esta vez la hemos hecho entre los dos. Bueno…, en realidad ella dictaba lo que había que comprar y yo lo apuntaba en un papel…». No es mismo, Santiago, no es lo mismo, pero te entiendo. Sin embargo, hay dos cosas que nos diferencian cuando vamos de compras: la primera, que él lleva carrito y servidor vuelve deslomado con la paquetería; la segunda, que es tan buena gente que rara vez le bronquea su señora por llevar algo que no es de su agrado. «Mira, Canta, me dice, desengáñate: si vas a acabar cargando con la compra, lo mejor es llevar carro y hacerlo todo de buena gana, porque los morros no ayudan». Así que cuando estuvimos confinados le pedí un par de veces que me trajera dos o tres pijadillas y lo hizo de buen humor y sin blasfemar, reacción típica de un servidor que por cosas así se tiene ganado el infierno.
Estas modernidades contrastan con tipos como el firmante (para que ningún otro varón se sienta ofendido) incapaz de cocinar cosas diferentes a unas salchichas Frankfurt en el microondas o que no sabe si el envase azul es para aclarar la ropa o fregar el suelo; que no encuentra el cuchillo adecuado para pelar una patata, y no hablemos de hacer un cocido completo con relleno, punta de jamón, tocino, gallina y berza. Sin embargo, cuando era chaval, las cosas eran todavía peores, porque el «Hombre de la Casa» rara vez se dignaba a entrar en el mercado, salvo que hubiera churrería y despacharan orujo.
Para afianzar mis convicciones quedo a tomar café con Goyito Martínez, que todavía se jacta de no conocer ningún mercado de la ciudad. Cuando le digo que esa actitud es un poco machista, me suelta que nunca lo hizo «ni lo vi hacer en casa de mis padres. Además, ellas iban a la plaza y nosotros a la obra». Planteado así, puede resultar perdonable, pero como me dijo un día su sobrina Matilde «mi tío no ha trabajado más de tres meses al año. El resto, bajas laborales y más bajas. Es buen gente: sí, pero más vago que la chaqueta de un caminero». Cuando se incorpora a la improvisada tertulia Miguel 'El Pichi' que nos cuenta ese chiste del portero de un edificio donde se produce una explosión de gas que saca por la ventana a la pareja del segundo izquierda y dice: «Llevo treinta años trabajando en la casa y es la primera vez que les veo salir juntos».
Cuando era pequeño (o sea, hace un siglo) jamás vi a mi progenitor acompañar a su señora al mercado. Como parece que, al menos en mi barrio, no era costumbre, me tocaba a mí hacer de 'hombrecillo' de la casa e ir agarrado a su falda o al brazo a comprar en la que entonces, y según ella, era la mejor plaza de Valladolid: «el mercado del Val, donde hay de todo, aunque sea caro». Siempre recordaré a las vendedoras de sangrecilla despachando la mercancía que humeaba en grandes barreños blancos; la frutería del señor Fernando, «que siempre que puede nos da cosas a precios apañados, que está la vida muy jodida», y la huevería de la señora Bienve, a la que recuerdo muy vagamente algo entrada en carnes con moño y delantal despachando. A veces, si teníamos suerte, nos vendía algunos huevos un poquitín cascados pero a un precio más asequible para nuestros maltrechos bolsillos. También íbamos al Portugalete, muy cerquita de la catedral, aunque allí conocíamos a menos vendedores y no era cuestión de pedir gangas.
Menos mal que en la siguiente generación a la de un servidor las cosas han cambiado tanto que conozco a muchos tíos que no solamente hacen la compra sin pedir permiso, sino que cocinan estupendamente. Uno de ellos es mi vecino José Javier de Fernando, que va a la plaza, compra, guisa, pone la mesa y la recoge para que su santa lo encuentre todo dispuesto cuando vuelva del curre (ella, digo, no él, que está en el paro desde que entraron los nacionales en Madrid). Lo curioso es que Javi confiesa que se lo pasa «muy bien cocinando», pero lo más fascinante es que su mayor goce consiste «en fregar a mano los cacharros. Te lo juro: tenemos lavavajillas, pero me encanta dominar el fregadero sin necesidad de ponerlo».
Cada vez que los dos hablamos de estas cosas vuelvo a casa con la mirada gacha porque soy la antítesis de este y otros amigos parecidos. No sé freír un huevo y lo más cercano a cocinar es hacerme una rebanada de pan en el tostador, que a veces lo dejo más tiempo del previsto y sale negra como los testículos de un burro mohíno. De vez en cuando consulto libros del tema, incluyendo el manual editado en 1950 por la Sección Femenina, gracias al cual he quemado dos o tres veces veces un arroz a la zamorana, que ha ido directo a la basura. Eso sí: sé dónde están las cucharas, los vasos, los platos y los cuchillos, pero hace poco me enteré de que tenemos dos vajillas: la de diario y la de invitados. Lo peor fue que cuando pregunté a la dueña de la casa desde cuándo teníamos la lujosa me dejó sin habla: «Desde el día que nos casamos, que nos la regaló tu primo Felisín. Y no se te ocurra tocarla con esas manos que parecen muñones».
Desde luego, cuando se pone agresiva no hay quien pare en la cocina…
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