Cuando en Valladolid se estudiaba solo con dos libros: el catecismo y la Enciclopedia Álvarez
Tiempos Modernos ·
A los bravucones ahora se les manda al jefe de Estudios, pero funciona mejor la cercanía que la disciplinaTiempos Modernos ·
A los bravucones ahora se les manda al jefe de Estudios, pero funciona mejor la cercanía que la disciplinaVivo en una zona donde hay varios colegios de infantil y primaria y la Facultad de Derecho a la que acabarán yendo algunos de ellos que ahora tienen menos de diez años. Desde que empezó el curso escolar, veo a los chavalines cargados con sus ... mochilas o carritos llevando cuadernos, el libro que toque estudiar ese día y, por supuesto, el bocata que se zamparán a media mañana. Como todos tienen pinta de sanos y van limpitos y bien vestidos no puedo hacer comparaciones sobre mi indumentaria cuando yo tenía su edad, aunque según María Jesús Fournier, profesora en el Instituto Zorrilla, más destacable que la indumentaria es «el cambio de valores que se inculcan a los alumnos: antes, tenían que ser buenos porque si no iban al infierno; y ahora se forman en la libertad, la responsabilidad, el compromiso social. Y aunque hoy todos tienen derecho a la educación sin connotaciones religiosas, el éxito o el fracaso educativo de las nuevas generaciones sigue estando muy ligado a la capacidad económica de las familias». Para que esta parte se entienda mejor la profesora recuerda que «no es lo mismo estudiar en el Núñez de Arce que en el Leopoldo Cano». ¿Por qué, pregunto yo?, que para eso soy periodista experto en investigación. «Paco, porque los niveles económicos no son idénticos en un barrio u otro».
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El más joven de mi familia acaba de cumplir nueve años y ya necesita ocho libros de texto, varios cuadernos de trabajo, chapurrea en inglés y tiene una tableta para conectarse y ver videos de Tiktok, artilugio que según me confirma la profesora Fournier es «lo más natural del mundo en estos tiempos». Con ella maestros y alumnos repasan la carga lectiva que los chavales llevan a la espalda o arrastrando, aunque «lo normal», dice la maestra, es que con esa edad y desde tercero de Primaria utilicen uno o dos libros de inglés y otros de mates, lengua, música, plástica, sociales, naturales y alguno más que se me olvida». Por fortuna, «los métodos han cambiado una enormidad porque si un chaval no tiene tableta o móvil para estudiar una materia concreta, dispone de una sala de ordenadores en su cole o instituto».
Toda esta realidad contrasta con mis tiempos de escolar y el presente no se parece en nada a aquel pasado tan rancio: ni el trato que recibíamos, ni los poquísimos libros que manejábamos ni cualquier cosa que tenga que ver con la Enseñanza. Los alumnos del siglo XXI están más sanos, mejor cuidados y tienen de todo al por mayor, en contraste con los dos únicos textos que estudiábamos los de mi barrio: el catecismo de Astete y la Enciclopedia Álvarez.
Para reforzar la memoria vuelvo a mi antiguo barrio en busca de Leoncio 'El Pichuski', con el que conviví varios años en Cristo Rey hasta que me puse a trabajar a los catorce, cuando ya era un mozo. Me lo encuentro en el 'Lorenzo', el bar de siempre, y al principio no me reconoció porque, según confiesa, tiene unas cataratas del tamaño de las del Niágara. Cuando le pregunto si recuerda a los maestros (entonces no eran, como ahora, profesores, mucho más fino) que nos dieron clase, me recita sin esfuerzo algunos de ellos: «Estaban el Patachicle, don Vicente, el de la Falange, don Emilio y un cura gilipollas del que solo me acuerdo del día en que me ató al árbol que estaba en medio del patio por hablar en clase». Recuerdo perfectamente aquel castigo ejemplar porque hacía un frío del carajo y porque su padre y dos hermanos mayores fueron a rescatarle y cortaron las amarras. Antes de abandonar la escena pasaron por el aula y le dijeron al buen sacerdote que nos daba catecismo en ese momento: «tú, cacho cabrón, si vuelves a atar al chico a un árbol te rajo». Oiga, mano de santo.
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Aprovechando que tengo cerca a la profesora del Zorrilla le pregunto cómo se apañan hoy con los díscolos y bravucones, que seguro tienen que seguir existiendo: «Los enviamos a la Jefatura de Estudios, pero si hay buenos profesores que empatizan con los alumnos funciona bastante mejor la cercanía que la disciplina».
Cuando me entero de estas cosas añoro no haber nacido medio siglo después, lo que me convertiría en un jovenzuelo sin marcas de silbato en la cabeza, con una salud de hierro y a punto de casarse. Recuerdo el biruji, la estufa en medio de la clase, a la que solo podían arrimarse los más inteligentes mientras que los torpones nos jodíamos de frío; los pupitres con tintero incorporado, los reglazos del maestro en las uñas, la calle con 3 grados bajo cero, el himno nacional con trompetas y tambores, y el rosario obligatorio y diario. El padre Crisanto (mucho más malo que santo) en pantalón corto con un frío del copón en medio del patio; el padre Hierro, mano de hierro dando hostias en misa y en cualquier lado. Y la inseparable Enciclopedia Álvarez, creada en Valladolid hace 70 años y de la que guardo un ejemplar auténtico, no facsímil, que costó 65 pesetas.
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El texto, tan infantil y manipulador para los de mi edad, contaba con tres bendiciones: la del «nada obsta», firmada por el Licenciado Martín Gil, Canónigo Penitenciario Censor; el permiso de impresión otorgado por don José (a secas), arzobispo de Valladolid, y un texto que todavía me sigue pareciendo misterioso: «Lo decretó y firma S.E. Rvma., de que certifico: Lic. Ramón Hernández, Can. Srio.». Eso era poderío y lo demás tonterías. Mi adorada Enciclopedia de Tercer Grado cuya primera lección (como no podía ser de otra forma) era de Historia Sagrada, que en la página 11, dedicada al Universo, explicaba todo asegurando a los alumnos que «la creación del mundo fue un acto libre del poder divino, en virtud del cual Dios lo sacó de la nada».
Para terminar de entender algunas cosas, mi libro de estudio dedicaba un capítulo a «revivir las grandes virtudes e ideales de los hombres de la época imperial», y otro al Generalísimo «que se alzó en armas provocando el Alzamiento Nacional, completamente necesario para evitar la ruina de España». O recordándonos que la División Azul fue creada para «desquitarnos del daño que Rusia nos había causado en nuestra guerra».
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Este final coincide con una canción de Los Chunguitos que están poniendo en la radio ahora mismo: «Dame veneno que quiero morir». Lorenzo, ponme un chupito…
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