El crimen hubiera quedado relegado al pozo de los misterios sin resolver de no haberlo presenciado un pequeño pastor de 13 años. Ocurrió en Villardefrades el 5 de enero de 1896.
La primera noticia saltó al periódico envuelta en un halo de evidente oscuridad: la ... Guardia Civil de Villagarcía de Campos había comunicado al gobernador civil el hallazgo de un arriero muerto en la llamada carretera de Galicia, cerca de Villardefrades.
«Se supone que se trata de un crimen, aunque hasta ahora no hay la menor sospecha de quiénes hayan podido ser los autores. El juzgado de Mota del Marqués ha comenzado a instruir diligencias», podía leerse en EL NORTE DE CASTILLA cinco días después.
Las pesquisas del juez de dicha localidad, señor Guerra Puertas; del médico, Soler y Pinto; del teniente de la Guardia Civil, señor Roldán, y de los guardias Cándido Curiel y Epifanio Gómez comenzaron a dar resultados.
Enseguida se supo, por ejemplo, que acababa de ser detenido el vecino de Villardefrades Gregorio de Castro, alias «el Divino», presunto autor del crimen. Tenía 42 años y se le acusaba de haber asesinado de un tiro al arriero Bartolomé Conde, con la intención de robarle todas las pertenencias que llevara encima.
El suceso se esclareció cuando el teniente de la Guardia Civil halló a dos testigos presenciales del delito: los hermanos Juan y Baldomero Martínez, de 11 y 13 años, respectivamente, pastores de oficio.
Pocas pistas aportó el pequeño Juan, temeroso aún por lo que pudiera ocurrir; pero no así su hermano, quien aportó detalles jugosos, tanto ante la Guardia Civil, como ante el jurado, aquel 4 de marzo de 1898.
Lo vio todo
Y es que Baldomero lo vio todo: al arriero paseando por la carretera que va desde Villardefrades a San Pedro de Latarce, a Gregorio irrumpiendo, pistola en mano, frente a él, y los disparos que le descerrajó sin apenas mediar palabra. También vio cómo luego le registraba los bolsillos y sacaba un saquito con monedas -100 pesetas en total- que la víctima guardaba. Pero no fue todo tan fácil. Gregorio de Castro, «el Divino», persuadido de la presencia del joven pastor, corrió raudo hacia él: le puso el arma en el pecho y le amenazó de muerte si contaba algo. Lo mismo hizo con su hermano.
A petición del fiscal, señor Rodríguez de Celis, se celebró un careo entre testigo y acusado que dejó a los presentes sorprendidos. Merece la pena reproducir lo publicado al efecto por EL NORTE DE CASTILLA:
«A petición del señor fiscal se celebra un careo entre testigo y acusado, el cual se sostiene con gran valentía del muchacho, recordando detalles minuciosos de la escena que tan vivamente impresionó su ánimo la tarde fatídica en que perdió la vida el desgraciado Bartolomé».
También la Guardia Civil aseguró que Gregorio había reconocido su delito en un primer interrogatorio, sin que mediaran malos tratos; por si fuera poco, la cuñada del asesinado identificó como propiedad de este una bolsa de tela en la que solía guardar el dinero, hallada en casa del presunto homicida. «Los peritos han declarado que el interfecto murió enseguida a consecuencia de un derrame interno, por haber el proyectil atravesádole (sic) los pulmones», podía leerse en «El Imparcial».
Frente a la petición de la pena capital por parte del fiscal, el abogado defensor de Gregorio, el célebre Álvarez Taladriz, solicitó al jurado la inculpabilidad de su defendido o «que sea declarado autor del homicidio, pero no del delito complejo del que se le acusa».
No vio materializada su petición: el jurado dictaminó que Gregorio era culpable de haber matado de un tiro al arriero Bartolomé Conde, y apuntó al robo como móvil principal del crimen; para ello, continuaba el veredicto, El Divino registró a la víctima con el fin de apoderarse del dinero que llevaba encima. Además, había incurrido en la reincidencia por el delito de hurto, cometido en otra ocasión.
La sentencia no se hizo esperar: aparte de indemnizar con 2.000 pesetas a la familia de la víctima, Gregorio de Castro sería ejecutado a garrote vil. Cuando este oyó el veredicto, se derrumbó por completo. Desesperado, rompió a llorar en medio de la sala, mientras exclamaba: «Es horrible, horrible lo que me espera».
Según la crónica periodística, muchos de los presentes comentaban que cuando Gregorio cometió el crimen deseaban lincharle, «pero que ahora le compadecen». De ahí que respiraran aliviados cuando, el 15 de septiembre de 1899, la Reina decidió indultarle y conmutar la pena capital por la de cadena perpetua.