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Papel de calco y manos pringadas
Tiempos modernos

Papel de calco y manos pringadas

En las redacciones de los periódicos hay tanto silencio como en un velatorio porque, a falta de ruido de teclas, nadie necesita darse voces como antiguamente

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 22 de abril 2023, 00:21

El trabajo que tiene en sus manos, desocupado lector, está escrito con el procesador de textos que se esconde dentro de las tripas de mi ordenador. Si usted lo ha probado alguna vez, reconocerá que es una verdadera maravilla que sirve para escribir, rectificar, guardar hasta que venga la inspiración o tirarlo a la papelera virtual. No obstante, de este último sitio es posible rescatar cualquier documento porque el cesto de basura aguanta carros y carretas y es el lugar al que acudo de vez en cuando para recuperar la pijadilla anterior que estaba mejor que la actual. El milagro de escribir sin papel es sumamente facilón incluso para torpones como servidor: se abre una página en blanco… , y a rellenarla.

Ahora, cuando voy alguna vez a la Redacción de El Norte, además de no reconocer a la mitad de los jovenzuelos que forman la plantilla, hablo bajito porque ya nadie da gritos por haber pillado una exclusiva ni guarda en el cajón una botella de coñac o similar para dar un lingotazo de vez en cuando. El sistema es tan aséptico que en las redacciones de los periódicos hay tanto silencio como en un velatorio porque, a falta de ruido de teclas, nadie necesita darse voces como antiguamente, o atar con una cadena la Olivetti para que no la 'desviara' a su mesa otro colega; y esto último es tan cierto como la luz y servidor lo vivió en la redacción madrileña del diario Pueblo, en el que trabajé varios años. Mi compañero de Cristo Rey y amigo, Jesús Mari Amilibia, no solo la tenía atada y con candado sino adherida una jaculatoria que avisaba de «la excomunión a perpetuidad a quien ose cambiar esta máquina de sitio».

Hoy los teléfonos suenan bajito, o están directamente mudos y son los móviles los que avisan de una llamada vibrando un poquitín. El responsable del silencio es el editor de texto y el ordenador asignado a cada plumilla, que ya no tiene que aporrear las teclas ni candar el PC porque todos se abren con una clave personal. O sea; que el ordenador puede ser mangado pero sin conexión al sistema y sin la contraseña exacta «vale menos que el orín de los perros», hermosa frase de León Felipe dedicada a la Justicia, pero que aprovecho para presumir de barniz cultural.

Para que todo sea casi perfecto el sistema permite contar al instante las palabras y las letras escritas; un invento que, además, te avisa de si has cometido alguna falta de ortografía y te sugiere cuál es la palabra correcta. Para los vagos como servidor, la genialidad llegará cuando escriba él solito mis ideas para una novela que tengo en la cabeza, la envíe a un concurso y ganemos a medias un pastón. Yo me quedaré con el dinero y a él le regalaré un tiesto, que dicen que es muy bueno para las emisiones del monitor.

Papel de calco

Todo esto contrasta, y mucho, con la vieja y negra máquina de escribir que guardo en casa como una pieza de museo imposible de reparar porque no hay piezas de recambio, ni cintas ni mecánicos especializados. Dado que en el Periodismo como en casi todos los trabajos de la administración era imprescindible escribir con soltura, se crearon las academias de mecanografía, tan populares que, si mal no recuerdo, celebraban competiciones nacionales llevando de una ciudad a otra a sus escribientes más rápidos, entre los cuales nunca estuvo un servidor, ni falta que me hacía.

Cuando empecé en este oficio de juntar palabras lo hice manejando una máquina de escribir Olivetti que llegué a dominar casi por completo, tanto en la oficina de chupatintas como en el primer periódico impreso donde me dieron una oportunidad: en el desaparecido diario Libertad, que me encargaron hacer crítica de cine, a mí, que las únicas pelis que había visto eran las que 'echaban' en el cole y en la sala del Frente de Juventudes, en la calle Muro. El trabajo me duró dos semanas.

Pero volviendo al asunto de las escrituras, hablo de un tiempo de papel calco para hacer original y copia (las fotocopiadoras son de la siguiente era), y lo difícil que era borrar algo. Mi sosia Juan de La Fuente me recuerda que el papel de calco era rojo por una cara y negro por la otra fabricado y patentado por Pelikan y, a nada que te descuidaras, «te pringaba los dedos primero y la camisa después». Como Juanito es un poco redicho me asegura que «años después, una señora llamada Bette Nesmith inventó un corrector líquido llamado Liquid Paper, que todos conocíamos como típex», que la Real Academia, siempre tan precisa, recoge en su Diccionario como el «Líquido o cinta correctora que permiten tapar con una capa blanca lo escrito y volver a escribir encima». Clarito, clarito…

En otro orden de cosas, mi amigo Dani fue durante años el encargado de recibir y editar los comentarios de Don Manuel Alcántara, un referente de sabiduría para los tipos como yo que intentamos juntar letras con más o menos gracia; más bien poca. Mi colega contaba que el gran columnista que publicaba su artículo en los diarios del Grupo Vocento solía escribirlos ¡a máquina! después de la siesta y enviarlos por fax a su contacto, a su enlace, que tenía que «reescribirlos de nuevo en formato digital y distribuirlos a todos los periódicos en un tiempo récord». No me imagino las cosas que me llamarían mis amigos de El Norte si les dijera que a partir de ahora pienso enviarles por fax el comentario, artilugio que me parece que trae de serie la impresora.

Aunque me encantan estos 'alantos' del editor de textos para escribir y el correo electrónico para enviar artículos, no me importaría probar el 'Sistema Alcántara' porque todavía tengo lista para usar una Underwood Noiseless 77 que lleva casi un siglo junto a mí. Es un pepino portátil tan completo que hasta la cinta de escribir es de doble color, rojo y negro, que permite algunas virguerías no digitales. Lo malo es que la cinta está más seca que Tierra de Campos y el servicio técnico cerró al poco de entrar los nacionales en Madrid. Una pieza de museo ideal para presumir de antigüedad pero tan útil y práctica como saberse de memoria el Cantar de los Cantares o la tabla del siete.

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