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Entre Las Palmeras y Agapimú
Tiempos modernos

Entre Las Palmeras y Agapimú

Me vi comprando mis primeros discos en Herguedas, de la calle Zúñiga, donde incluso podíamos cambiarlos por otros. Con tiempo y ahorros me fui haciendo una pequeña discoteca

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 1 de abril 2023, 00:12

Cuando empezaron a venderse los primeros móviles lo que menos sospechaba era que, además de servir para llamar y ser llamado, ofrecerían un sinfín de posibilidades sin relación alguna con la charla propiamente dicha. Confieso que uso mi terminal para hablar, mirar el tiempo y la hora, anotar cosas en el calendario, calcular cuánto me va a subir la pensión cuando apliquen el porcentaje de no sé qué y poco más. Bueno, en realidad también lo utilizo para hacer fotos, recordar eventos ahora que la cabeza no me da para tanto, grabar alguna pijadilla que se me ocurra según paseo, conectar con mi banco o pedir cita en el ambulatorio. Hay muchas más aplicaciones que pueden servir: linterna, atlas, grabadora y otras posibilidades que todavía no he explorado, aunque me temo que cascaré antes de haberlas probado.

Pero, además de todo eso y gracias a Rafi, mi sobrino pequeño, he aprendido a usar el móvil como si fuera un tocadiscos que tiene la tira de coplas y cabe en el bolsillo delantero de la camisa. Es cierto que el chaval se ha ofrecido a enseñarme cómo y dónde se consiguen, gratis, las copillas que me gustan, pero sigo sin atreverme no sea que se sature el aparato y no pueda usarlo ni para las cosas básicas.

A pesar de que el terminal permite escuchar música en cualquier lugar, confieso que hacerlo por la calle o en el autobús no forma parte de mis aficiones, pero no deja de ser una maravilla tener tantísimo material en un artilugio que mide menos de un centímetro de alto. Desde que soy consciente de lo que llevo encima, tiemblo pensando qué sucedería si lo perdiera o se descojonara por completo, por lo que anteayer entré a preguntar en un tabuco dedicado a arreglar móviles qué pasaría si se produjera una catástrofe semejante. Aurelio Rivas, que así se llama el chaval que atiende el negocio, me tranquilizó: «no se agobie, que no pasa nada porque todo lo que tiene en el móvil es recuperable». Ya, ¿también si le pasa un camión por encima? «También porque todo está en la nube. Usted disfrute y no se preocupe».

Costalero musical

Mientras voy por la calle rumiando las posibilidades de mi inseparable teléfono sonrío pensando cómo eran estas cosas en el pleistoceno cuando la única manera de escuchar música era a través de la radio, aunque los más pudientes eran capaces de comprarse un picú y algunos discos en una época en la que lo más moderno que vi por primera vez fue un transistor del tamaño de una caja de cervezas. El trasto lo llevaba a hombros un maestro de mi escuela que lo exhibía a todas horas para admiración de los mocosos que nos preguntábamos cómo era posible escuchar algo en un chisme sin cable. Para evocar aquel tiempo me acerqué al 'Lorenzo', nuestro bar de siempre, donde me encontré con Jesús Pinilla, compañero de pupitre, y Antonio Fraile, que estaba terminando un mus mañanero. Aunque los tres nos acordábamos del transistor gigantesco, solamente el Pinilla fue capaz de recordar el nombre del maestro: don Jorge, sin apellidos porque en mi colegio los profes no necesitaban esas cosas, y cuando había dos que se llamaban igual se les diferenciaba por la materia que impartían: hostias o capones.

Entre claretes y risas Jesusín evocaba, con cariño infinito, a aquel maestro tan avanzado, lo que movió a Toño a decirle: «venga, no me jodas, era un gilipollas del quince largo que nos vacilaba de costado a todos con aquel transistor que era más grande que la radio de válvulas que teníamos en casa. Parecía un costalero musical». El tercer contertulio, el Fraile, fue algo más caritativo con el enseñante aunque rememoró aquella vez que don Jorge cruzaba el patio por el sitio más largo para que todos le viéramos con la radio al hombro y empezó a llover a cántaros. «No sé si le chafó la radio, pero entró en clase de muy mala leche». Al ver las sonrisas que nos proporcionaban las gotas de lluvia cayendo del transistor a la tarina del encerado, el señor profesor se vengó como lo hacen los que tienen la sartén por el mango: «A ver: cojan papel y lápiz y resuelvan este problema: hallar el área de una corona circular cuyo radio mayor mide 8 metros y el menor 6,5». La madre que le parió.

Para complicarlo todavía más, el muy cabrito estuvo paseando el aula de arriba abajo durante todo el rato para resolver la incógnita. Como servidor no pudo copiar de los más listos ni tenía zorra idea del resultado, puso la primera cifra que le vino a la cabeza, lo que sirvió para ganarme un cero patatero en aquella asignatura. No necesito decir cuántos conjuros gasté en pedir que don Jorge ardiera en el infierno durante toda la eternidad, mientras él secaba el maldito transistor que justo en ese momento 'volvió a la vida' y empezó a sonar en clase a todo volumen el 'Estremécete', de Los Llopis: «Cómo me tiemblan las rodillas acercándome / no puedo sostenerme con mis propios pies / es algo muy raro que me hace estremecer: es amor / uh, uh…».

Recordándolo ahora me vi comprando mis primeros discos en Herguedas, de la calle Zúñiga, donde incluso podíamos cambiarlos por otros. Con tiempo y ahorros me fui haciendo una pequeña discoteca, que acabé regalando hace nada a mi amigo Carlos Pascual, que se pirra por los vinilos de esa época. Yo liberé parte del trastero y él se llevó a casa, limpió, ordenó y mimó mis tesoros: Los 3 de Castilla, Conchita Bautista, José Guardiola, José Luis y su guitarra, Rudy Ventura, el Dúo Dinámico y su éxito 'Quince años tiene mi amor' (relación penada actualmente con cárcel). El 'Corre, corre, caballito', de Marisol, el Agapimú, de Juan Carlos Monterrey («entras en mi cuerpo / como la lluvia entra en mi huerto») o una de mis coplas favoritas: 'Las palmeras', de Alberto Cortez: «Ven, mi amor, que quiero ser tu adoración / Y forjar nuestro nidito de pasión / Ven, que las palmeras saben de mi amor / Ven, que mi alma ya no puede de dolor…».

Menos mal que se me acaba el texto porque no veo la pantalla del PC ya que se me han nublado los ojos y el teclado se está quedando como el transistor de don Jorge: empapado.

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