Borrar
Pagar sin llevar un duro encima
Tiempos modernos

Pagar sin llevar un duro encima

Enseñar el telefonillo para dejar unos céntimos no tenía tanta gracia como «cuando sonaban las perras en el fondo del recipiente y el camarero gritaba: ¡bote, gracias!»

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 2 de diciembre 2023, 00:17

Como soy bastante torpe con las nuevas tecnologías, me sorprende ver que cada vez se pagan más cosas arrimando el móvil al datáfono o a otro teléfono del establecimiento. Aunque los usuarios lo hacen con total normalidad, me pregunto en qué 'bolsillo' del chisme se esconde la pasta y cómo llega a la caja registradora del bar o restaurante. Cuando los más jóvenes utilizan ese sistema despiertan en servidor un poquitín de envidia, no tanto por la manera tan peculiar de abonar un servicio de barra o de taxi (por poner dos ejemplos de los muchos que hay) sin llevar un billetero para el papel y un monedero para la calderilla. A modo de ejemplo, anteayer vi cómo un maromo pedía la cuenta en el mismo restaurante donde estaba un servidor y arrimaba (sin tocar) dos veces el móvil al aparato que exhibía el camarero. Según entendí, la primera vez lo hizo para pagar la cuenta propiamente dicha, y la segunda para «la propina», según aclaró el fulano.

Dado que tengo confianza con el camarero, de nombre José Miguel Alonso, aproveché para preguntarle cómo acababan en el bote las propinillas de los comensales, ya que me cada día tengo más claro que llevar dinero encima se ha convertido en una rareza casi tan singular como comer pipas en el cine. Según me dijo Pepón, «el que arrima el móvil, primero paga la factura y luego, si quiere dejar propina, el camarero toca en la pantalla del terminal la tecla que pone extras, y ese dinero va a otra cuenta». No me atreví a preguntar cómo sabían los camareros cuánta pasta habían recaudado con el bote: primero, porque me parecía descarado, y segundo porque no quería parecer tan paleto como soy con estos chismes. De todas formas, para incrementar aún más mi ignorancia digital el chaval añadió otra fórmula muy normalita de dejar propina: «usando Bizum», otro sistema cuya mecánica desconozco y no me importaría morirme sin haberla descifrado.

Para que no crean que soy del pleistoceno (un palabro precioso que en realidad no sé lo que significa), ese día aboné mi consumición con una tarjeta de crédito de las que el banco te obliga a contratar y se lleva comisión cada vez que lo haces.

Cacahuetes gratis

Estos sistemas de mover dinero sin llevarlo encima contrastan incluso con los métodos recientes de comprar y vender de hace ocho o diez años. Cuando unos días después de esta escena nos reunimos los de la peña en el bar de siempre, casi todos conocían el Bizum, pero pocos o ninguno lo usaban regularmente. Marcelo Mucientes, el último en llegar a la barra, dijo que eso de enseñar el telefonillo para dejar unos céntimos no tenía tanta gracia como «cuando sonaban las perras en el fondo del recipiente y el camarero gritaba: ¡bote, gracias!». Dado que Lorenzo, el dueño del garito, es un poco meticón soltó una de las suyas: «hombre, lo que dejáis de propina en este establecimiento no da para brincar de alegría». Y para demostrarnos que él es un tipo desprendido sacó una bandejita minúscula de cacahuetes recordando, ufano, que era «una invitación de la casa, a ver si aprendéis…».

Dado que el tema de las propinas parecía dar bastante juego a los tertulianos, Jesusín Maza (que es persona muy viajada) nos recordó que en algunos países del extranjero la propina «puede llegar a considerarse obligatoria y suele ser de un diez por ciento». Con todo, la mejor intervención nos la ofreció el mismísimo Lorenzo, que antes de establecerse en Pucela había currado de camarero en Suiza, donde, según él, la cantidad destinada a la propina solía ser «de un diez por ciento del total de la factura». Aprovechó el uso de la palabra para contarnos que estando en dicho país preguntó a dos camareros (españoles, por supuesto) si sabían por qué no se incluía la propina en la cuenta y ninguno supo qué responder.

Aunque el tema de conversación no parecía dar demasiado de sí alargamos la charleta y los campanillos resaltando las diferencias entre la familiaridad de aquellas propinas y la insulsez de los sistemas electrónicos para pagar la comanda. Pronto llegamos a la conclusión de que no tiene la misma gracia arrimar el móvil a un terminal para agradecer el servicio que escuchar al camarero decir la palabra mágica: ¡bote! Aunque en nuestro bareto ya casi nadie deja propina ni virtual ni real, recordamos un establecimiento de las Delicias muy frecuentado también por la peña, donde Jesusín, el dueño, además del grito mencionado tocaba una campana para que todo el mundo se enterara de que la generosidad de algunos clientes contrastaba con la roñosería de los demás.

No obstante, Antonio Cantero aprovechó para recordarnos que «no en todos los bares se celebraba a campanadas el regalo de un par de pesetas porque a la vista del personal colgaba un cartel que dejaba bien clarito que en ese establecimiento no se admitían propinas». Servidor, en un intento de elevar el bajísimo nivel de la tertulia reveló que cuando trabajaba de chupatintas en un organismo oficial, un ciudadano al que ayudé a redactar el recurso de una multa me soltó ¡veinte duros! por haberle echado una mano. (Nota del traductor: dicha cantidad eran 100 pesetas, que entonces daban para bastantes cosas y ahora son sesenta céntimos de euro, que es poco incluso para dejar de propina).

Aunque no soy ratilla a la hora de 'premiar' el trabajo de los camareros, lo habría sido si hubiera copiado de mi abuela Leonila, la primera persona adulta con la que salí a chatear cuando ella tenía casi ochenta tacos y servidor más mocos que dinero. Me gustaba acompañarla porque, además de mear entre dos coches aparcados sin necesidad de agacharse, tomaba sus claretes en El Candorro o en La Cigaleña, en la calle Héroes de Teruel -hoy Doctor Cazalla-, un establecimiento dedicado al bebercio que mi colega José Miguel Ortega retrata como una bodega «atractiva» y «peligrosa» porque había que bajar y subir trece escalones «que ponían a prueba el sentido del equilibrio». Gracias a que el firmante tomaba mosto (por la edad), doña Leonila y su nieto llegábamos a casa sin mayores tropiezos. Y sin necesidad de Bizum.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elnortedecastilla Pagar sin llevar un duro encima