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Vender el alma por un mecanoLo misterioso de la noche de ayer no fue ni que los Magos de Oriente entraran por las ventanas, ni la ilusión de poner los zapatos a ver si caía algo, ni la posibilidad de que sus majestades de Oriente me dejaran el tren eléctrico ... que llevo siglos pidiendo. La mejor noticia es que se acaban las fiestas navideñas, la época ideal para engordar, gastar sin duelo en cosas no siempre necesarias y dar saltos de alegría descubriendo la corbata que, como mucho, me calzaré un par de veces al año porque soy de gañote fino y enseguida me agobia el nudo. Como, además, en mi casa ya no quedan niños pequeños tampoco disfrutaré viendo sus caritas de felicidad porque la mayoría de ellos saben o intuyen lo que les han dejado Gaspar y sus colegas, que suele ser lo que han pedido.
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Adrián Rodríguez
De todas formas, ahora que casi nadie tiene chimenea para que puedan deslizarse por ella los simpáticos monarcas, lo que se solía hacer cuando nos visitaban era dejarles una copita de anís para ellos y agua para los rumiantes, que todos tienen que estar reventados después de desfilar en la cabalgata tirando caramelos con la misma mala leche que los chavales de mi barrio nos lanzábamos piedras unos a otros. Pero, en fin, el hecho de que servidor haya encarado esta última jornada de las Navidad con tan poco entusiasmo ni tiene nada de novedoso ni espera algún regalito que le sorprenda; de hecho, lo que aguardo con temor es el resumen de la Visa de las dos últimas semanas.
Dejando volar la imaginación (y hojeando algunos catálogos) parece que otro año los artilugios a regalar son tan raritos como uno llamado Revell Steady Quad Quadcopter, que por si ustedes lo ignoran es «un pequeño quadcoptero perfecto para niños con cámara incluida». También es probable que en alguna casa hayan dejado un Wow Wee, o robot de última generación cuya publicidad asegura «que puede ser entrenado con órdenes de voz, te sigue la mano (y responde a tus gestos) y vuelve a su estación de carga cuando se le acaba la batería». Igual que mi cuñado. Será ingenioso pero estas cosas me dan cierto canguelo, aunque menos que el Codi-oruga «un simpático gusano al que podemos ordenar que haga determinadas cosas» como, por ejemplo, trasladarse del salón a la cocina. Líbrenos el Señor de meter en casa un invento que según la publicidad «ayuda a desarrollar habilidades como la capacidad de secuenciar, el pensamiento crítico o el razonamiento».
A estas virguerías añadamos los móviles, las tabletas de media docena de marcas punteras, los drones, los patinetes eléctricos y las miniconsolas, que pueden ser grandes o del tamaño de un «llavero para tener horas de diversión en la palma de la mano». En el colmo de los colmos, mi vecino Eulogio me ha confesado que el regalo que los reyes van a dejar en su casa es una suscripción a dos o tres plataformas televisivas, «lo más pedido por mis chicos que se aburren de tanta máquina y lo que quieren es ver series y pelis a cualquier hora y sin anuncios».
Es cierto que incluso en aquellos años de tanta penuria también había Cabalgata de los Reyes Magos, que solíamos ver lo más cerca posible de la Plaza Mayor, aunque tuviéramos que guardar sitio desde seis horas antes y a cuatro grados bajo cero. Luego, mucho más tarde, cuando salió disfrazado de Baltasar mi querido amigo y colega Paco Forjas le rogué que tirara unos caramelos al pasar por Miguel Íscar donde servidor trabajaba en un piso con balcones a la calle, lo que me permitió ver el desfile desde la primera planta, calentito y sin apreturas. El colega cumplió tirando varios manotazos de caramelos (puro azúcar), pero lo hizo con tan mala leche y con tanta fuerza que podía habernos descalabrado sin contemplaciones.
Mucho antes incluso de esa última época, lo más normal era que los Magos de Oriente llevaran en el zurrón canicas para jugar al guá, espadas de plástico, muñecas de cartón y otras menudencias que siendo unos mocosos ansiábamos después de haberlas visto, una y otra vez, en aquellos puestos pequeñitos de los soportales de Cebadería, que creo que ya no se montan. Durante un par de semanas (o quizá más), pasear por ese lugar era babear contemplando juegos que difícilmente llegaban a las casas de todos. Hablo de cajas de pinturas Alpino, de sacapuntas y gomas de borrar de la marca Milán, de cazuelitas, pucheros y sartenes para que las niñas (no es machismo: las cosas antes eran así) jugaran a ser amas de casa vistiendo, arreglando y peinando a sus muñecas, mientras nosotros hacíamos batallas de indios y soldados americanos. Muchos años después algunos de mis amigos pudieron comprarse sus primeros patines de cuatro ruedas, que en el caso de un servidor llegó a la madurez sin haberlos comprado por falta de liquidez. Eso sí: mi recuerdo más querido de aquellos poco venturosos años cincuenta fue un regalo que alguien me hizo: un kit de construcción a base de pequeños adobes de cemento, que ibas montando como podías. El día que mi amigo Emilio Olmedo me jodió una pieza dejé de hablarle y le eché de la puerta de mi casa por manazas.
Hablando de estas cosas en la familia, mi santa recuerda el día que lavó con agua y jabón su muñeca de cartón, que quedó destrozada para los restos; y servidor el destino del primer y único cochecito desmontable que me regalaron. A pesar de que entonces ya era un manazas, lo desmonté pieza a pieza, lo cual fue relativamente sencillo; el problema vino cuando tuve que organizarlo otra vez. Varias horas después de haber iniciado la reconstrucción me rendí a la evidencia porque sobraban piezas, y eso que no tendría más de veinte. Fue entonces cuando se me ocurrió una idea brillante: escribir en un trozo de papel la siguiente jaculatoria: «Satanás, te vendo mi alma si me ayudas a armar el mecano». Para mayor blasfemia, escondí la petición detrás del cuadro de la Sagrada Cena, que permaneció allí durante años y no lo recogí ni cuando nos cambiamos de casa. Resumiendo: no logré montar el puto cochecito, pero mantengo el alma en su sitio…
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