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Caseta al comienzo de la calle Canal.
Navegantes de agua dulce

Navegantes de agua dulce

Tiempos modernos ·

«Les recomiendo que se acerquen al muelle del Canal de Castilla para que vean las grúas de carga y descarga todavía en pie»

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 8 de octubre 2022, 00:04

Aprovechando que hace un par de semanas la dársena del Canal volvió a llenarse de agua tras un año de reparaciones, he pensado rendir homenaje a esa gran obra de la que podemos presumir. El presente comentario no pretende ser, ni de lejos, una historia del Canal de Castilla, que nunca podría ser abarcada por alguien que a fuerza de verlo durante años se acostumbró a no prestarle atención. Como dicen Juan Helguera, Nicolás García Tapia y Fernando Molinero en un libro dedicado al mismo es complicado valorar la magnitud de esta tarea humana «que constituye, junto con el Canal Imperial de Aragón, la obra hidráulica de mayor envergadura y trascendencia que se realizó en España durante la época moderna». Ahí queda eso.

Nada más lejos de mi intención que darles la chapa contando los años que tardó en hacerse, ¡a pico y pala!, un trazado que supera los 200 kilómetros de longitud, que tiene decenas de esclusas, que abastece de agua potable a varios núcleos incluyendo Valladolid capital y riega miles de hectáreas a lo largo de su recorrido. Es uno de esos prodigios que a fuerza de verlo casi lo ignoramos, lo mismito que le pasa a mi amigo segoviano Emilio Saldaña que «acostumbrado a pasar varias veces al día por debajo del acueducto nunca me fijo en la maravilla que estoy atravesando». Bueno, pues algo así le sucede a un servidor con el Canal de Castilla, redescubierto a raíz de esa limpieza de la dársena que, como recordaba Jorge Sanz, mi compañero de El Norte, es la primera hecha en setenta años largos y que ha sacado «a relucir casetes de Concha Piquer, muñecas o carteras entre las diez mil toneladas de lodo retiradas». Un tesoro.

Su importancia estratégica contrasta con la poca atención que le prestábamos los nacidos en sus orillas a finales de los cuarenta, que no sabíamos de regadíos ni éramos conscientes del papel que jugaba en el abastecimiento de agua potable, entre otras razones porque eran poquísimos los que en mi barrio tenían en casa grifo propio. Así, para la chiquillería de la zona el sitio era ideal para bañarse (a riesgo de que se enteraran en casa de tamaña osadía y nos calentaran el trasero) o para jugar a la rana tirando piedras que tenían que llegar a la otra orilla dando saltos sobre el agua. Por si fuera poco, en las inmediaciones de la dársena se creó todo un poblado de currantes que lograron una vivienda alquilada a precio de risa que muchos han ido abandonando a medida que mejoraba su situación económica. La buena noticia contra ese éxodo vino hace poco de la mano del Ayuntamiento de Pucela, dispuesto a comprar por tres millones de euros más de sesenta casas vacías para alquilarlas a precio asequible a jóvenes que darían al barrio un nuevo aire.

Pero, antes incluso de esta iniciativa consistorial, algo había empezado a cambiar en la dársena: la apertura de un par de restaurantes de calidad con gran capacidad de atracción de clientes. A pesar de mis orígenes de nativo de ese barrio, fue mi amigo Carlos Ávila, que como oculista de la vista tiene buen ojo para los restaurantes que merecen la pena, quien me aconsejó que me dejara «guiar por las recomendaciones del jefe de sala, especialmente en los pescados del día». Anteayer, sin ir más lejos, nos recomendó un pargo con costra de pan rallado y cama de cebolla que hasta nos hicimos fotos con él.

El Chato y los caminos de sirga

A lo largo de todo su recorrido, el Canal de Castilla de hoy tiene muy poco que ver con la historia de los barqueros que lo navegaron hasta finales de los años cincuenta del pasado siglo. Tuve la suerte de conocer y tratar a Emiliano Hinojal Villaumbrales, navegante de agua dulce que recorrió cientos de veces el cauce trayendo y llevando cereales, carbón, textil y otros productos que, como recordaba la periodista Mónica Ramírez, formaban parte del «sueño de la meseta castellana por alcanzar el mar». Hinojal, más conocido como el Chato y fallecido hace muy pocos años, surcó durante décadas ese río artificial pilotando una de las muchas barcas que lo recorrían, y que solamente podían navegar de día porque estaba terminantemente prohibido hacerlo de noche.

Gracias a él aprendí detalles en los que jamás hubiera reparado como, por ejemplo, que las mulas que tiraban de la barcaza iban todas por la misma orilla en lugar de hacerlo a un lado y a otro del canal. Y si alguno se está preguntando cómo podía ir recto el barco en esas condiciones, el propio Emiliano no se cansaba de repetir una y otra vez el 'truco': «Canta, el misterio estaba en el timón; si hubiera ido recto, nunca habríamos llegado a ninguna parte porque la barcaza chocaría con la orilla, no sé si me entiendes…». A pesar de que sigo sin entenderlo y además de impertinente soy curioso, también quise saber cómo se apañaba si necesitaba dejar el barco sin timonel para comprar algo en un pueblo cercano a la orilla: «Fácil: desenganchaba una mula, me iba con ella a buscar lo que fuera mientras la nave seguía su curso y de una galopada me incorporaba».

La vida de estos navegantes tenía poco de agradecida porque durante el viaje desde la dársena pucelana hasta Alar del Rey, en Palencia, vivían y dormían, comían y defecaban en el barco pilotado desde una casetilla de madera que albergaba el timón de mando. Y si alguno de ustedes, desocupados lectores, siente curiosidad por ver una de ellas, le sugiero que nada más entrar en la calle Canal, a diez metros escasos de la carretera de León, contemple a su izquierda una caseta minúscula pintada de verde que en su día fue puesto de mando de un barco. En ella, la señora Matea despachaba pipas y caramelos a la chiquillería de tres barrios: La Victoria, La Maruquesa y el Canal.

Creo que hoy me ha podido la nostalgia, pero no me arrepiento. Es más, les recomiendo que se acerquen al muelle del Canal de Castilla para que vean las grúas de carga y descarga que todavía se mantienen en pie e inviten a sus amigos a visitar la zona. El inefable expresidente don Mariano Rajoy dijo una de esas melonadas que le caracterizaron durante su mandato: «La cerámica de Talavera no es cosa menor; dicho de otra manera, es cosa mayor». Donde dice Talavera pongan Canal de Castilla, y sientan orgullo.

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