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Cuando en octubre de 1941 el sacerdote Emilio Álvarez cumplió su sueño de implantar en Valladolid la Acción Católica Nacional de Sordomudos, las personas sordas todavía tenían muchas dificultades para integrarse con normalidad en la sociedad. Más aún las mujeres que habían nacido con esta discapacidad, a pesar de que desde 1926 existía en nuestro país una Federación Nacional de Sordomudos. Emilio Álvarez, que durante treinta años sería rector del Seminario, llevó a cabo aquella asociación para eliminar las barreras comunicativas de las personas sordas y mejorar su calidad de vida. Incluso creó el actual Colegio de Educación Especial Obra Social del Santuario, denominado originariamente Colegio para niños sordomudos y disminuidos físicos.
Una de las personas que más se entregó a esa asociación católica fue Carmen Jiménez-Alfaro Carranza, fallecida en 2022, a los 96 años, y que durante mucho tiempo ejerció el cargo de delegada de la Rama Femenina. Carmen era una mujer especial. No solo por pertenecer a una familia muy conocida en la ciudad, pues su padre dirigió la Fábrica Nacional de Explosivos y su tío, Manuel, fue el fundador de FASA en 1951, sino por su afán de superación y su carácter intrépido y decidido, en una época en la que no era frecuente que las mujeres sordas destacaran en la sociedad.
Nacida en Segovia en 1925, era la mayor de siete hermanos y desde muy pequeña aprendió a comunicarse a través de la lengua de signos y a seguir las conversaciones leyendo los labios. Dispuesta a superar la grave barrera impuesta por la sordera, aprendió a nadar y a andar en bicicleta, pero también a practicar deportes como el tenis. Mostró además una disposición especial hacia la creación artística, especialmente hacia la pintura. Cuenta su hija, Carmen Rodríguez Jiménez-Alfaro, que, siendo muy pequeña, ya pintaba con acuarelas las imágenes de los cromos de colores que le regalaba su padre. Y rememora una anécdota en cierto modo turbadora:
«Sucedió cuando vivían en Segovia. Ella tendría unos de 10 años. Un día, durante la guerra, sonaron las sirenas que anunciaban que había que ir a protegerse a los refugios. Toda la familia se fue corriendo, pero a ella nadie le avisó. Su madre se puso muy nerviosa al ver que Carmen no estaba junto a ellos. Cuando pasó el peligro, volvieron todos a casa y ahí estaba ella, bordando tan tranquila. Fue, simplemente, una mala pasada que le jugó su sordera». Estudió en Madrid, en el Colegio de la Purísima Concepción para niños sordomudos y ciegos, destacando por su habilidad en costura y su destreza con los pinceles. Tanta, que llegó a perfeccionar su formación en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde consiguió un premio a la mejor escultura y cuadro. De hecho, sus pinturas destacaban por la gran fuerza simbolista y cromática y por un estilo indiscutible y único.
Su compromiso con la Acción Católica Nacional de Sordomudos, creada en Valladolid en octubre de 1941, le llevó a ejercer durante varios años el cargo de delegada de la Rama Femenina. Fue allí donde conoció a su marido, Julián Rodríguez, fallecido en 2009 y presidente, en 1957, de la citada asociación, que ese mismo año estrenaba local en la calle José María Lacort. Por si fuera poco, en 1959, Carmen obtuvo el diploma de profesora de Corte y Confección. Ya entonces destacaba como actriz de teatro para sordos. En 1954, por ejemplo, fue protagonista de la obra «Mujercitas», y, dos años después, con motivo de la festividad de San Francisco de Sales, patrono de los sordomudos, dirigió junto a Josefa Peral dos obras de «teatro mímico»: «Nuria, criada para todos» y «Gitana de Triana». Más adelante, en 1980, llegaría a participar en la III Semana Nacional de Teatro para sordos, celebrada en Granada.
Cuando nacieron sus tres hijas, Carmen, Teresa y Rosa, abandonó la pintura para dedicarse por completo a su cuidado. «Carmen y Julián crearon una familia maravillosa en una casa en la que se encendía una luz en cada habitación cada vez que llamaban al timbre, en la que no había radio pero sí una de las primeras televisiones que salieron al mercado, un despertador que avisaba de la hora en silencio, iluminando una pequeña bombilla, y, sobre todo, en la que reinaba una gran armonía», señala su hija Carmen, quien, junto a Teresa y Rosa, trató varias veces de que su madre retomara la pintura, pero nunca encontró el momento para ello. Eso sí, les legó el ejemplo vital de una mujer cuya determinación, en una época nada fácil, derribó muchas barreras.
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