Una de muertos vivientes
Tiempos modernos ·
«Los tanatorios no mitigan el dolor pero hacen que todo sea menos oscuro, menos dramático»Tiempos modernos ·
«Los tanatorios no mitigan el dolor pero hacen que todo sea menos oscuro, menos dramático»Ahora que estamos cerquísima del Día de Todos los Santos, permítanme desvariar un poco comentando cómo son hoy las cosas relacionadas con la muerte y cómo eran hace medio siglo o más. En ese espacio de tiempo todo ha cambiado tanto que resulta difícil comparar ... aquellos velatorios con estos de ahora donde rige la asepsia. Para empezar no conozco a nadie que vele a sus difuntos en casa, algo habitual cuando servidor era un crío obligado a acudir con sus mayores al domicilio del finado a dar el pésame a la familia y a mirar de reojillo el sarcófago. Hoy el drama tras la muerte tiene lugar en los tanatorios que, como detalla el escritor Julio Domínguez Arjona, son «frías salas de espera, fríos vestíbulos con luminosos paneles informativos que recuerdan a aeropuertos con salidas de vuelos hacia el otro mundo».
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Por si fuera poco, en esos lugares hay de todo, además de muertos: retretes impolutos, cafetería, caramelos en las salas y tienda abierta para comprar una corona. Con todo, lo mejor para mí es que los ataúdes ya no son negros sino color caoba, están cerrados y sobre la tapa suele haber una fotografía del difunto o la difunta. Esto último es utilísimo para evitar lo que le sucedió a mi amiga Sagrario Martín que se equivocó de sala, besó y abrazó a una familia y permaneció allí hasta que la rescató otra vecina para llevarla al lugar correcto.
Los tanatorios no mitigan el dolor pero hacen que todo sea menos oscuro, menos dramático. Esta forma tan moderna de velar y despedir a un ser querido contrasta con los funerales de mi infancia y juventud donde todo era tétrico a más no poder. Creo no ser el único que tiene grabado en la retina algún velatorio casero con la familia sentada alrededor de la caja y recibiendo a vecinos y parentela. La pesadilla duraba veinticuatro horas seguidas porque ningún deudo se iba a la cama estando su familiar de cuerpo presente en la habitación de al lado. Hoy, el traslado al cementerio o crematorio se hace en coche (generalmente tipo Mercedes), muy distinto a los carros fúnebres de entonces tirados por caballos con penacho que obligaban al personal a ir detrás hasta el camposanto, aunque vivieran a diez kilómetros de distancia. Eso sí: no faltaban ni el saludo militar de los guardias municipales ni algunos peatones persignándose al paso de la comitiva.
Por si fuera poco me resultaba especialmente lúgubre el momento de bajar el ataúd al hoyo y escuchar la pregunta que Manuel Fernández, el único sepulturero al que he conocido, hacía a los deudos: «¿Quieren la cruz?». Manolón se refería, naturalmente, a la que estaba clavada a la caja; si decían que sí, él hacía cuña con la pala en la madera y arrancaba el crucifijo, que entregaba a los deudos tras aplastar con la misma herramienta los clavos que lo habían mantenido unido al féretro hasta ese instante. En casa de mi compadre Ignacio Pascual la cabecera de una cama sigue hoy presidida por el santo Cristo arrancado del féretro de su abuelo Leocadio. «Al principio, cuando era pequeño –me cuenta Nachete– me daba un poco de miedo, pero al final te acostumbras. Además, era lo normal». Tan natural como tomar unos vinos en los primeros bares de la barriada que había volviendo a casa desde el cementerio.
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Pero servidor tiene el difícil récord de haber visto morir dos veces a su abuela materna. Doña Leonila, que ese era su nombre de pila, pasaba temporadas en casa de sus dos hijas, y ambas muertes tuvieron lugar en la mía, tal y como me espetó mi madre nada más llegar: ¡se ha muerto la abuela, se ha muerto la abuela! Con recelo me acerqué a la cama donde yacía y antes de tocarla (cosa que no hubiera hecho) mi progenitora me ordenó que fuera a casa del médico de cabecera a contarle el acontecimiento. El galeno don Ramón, cuyo apellido no recuerdo, me extendió el certificado de defunción y volví a casa. Al entrar, mi tía Sagrario ya había llegado del pueblo y, junto a su hermana, liberaron a la abuela de una bolsa con algún dinero que llevaba siempre colgada al cuello. Cuando apareció mi padre, se acercó a la cama y dijo: «La abuela no está muerta, coño. ¡Está dormida!». Y, en efecto, doña Leonila despertó y lo primero que hizo fue palpar el saquillo de las perras, que las dos hermanas repusieron al instante.
Por segunda vez en esa aciaga tarde me tocó volver a casa de don Ramón para decirle que la muerta seguía viva. El buen doctor agradeció que hubiera llevado conmigo el primer certificado de defunción, que tuvo que volver a extender una quincena después cuando la espichó de verdad, tal y como pudo comprobar por sí mismo acudiendo al domicilio.
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Cada vez que cuento esta macabra anécdota mi interlocutor suele poner cara de asombro y cuando me pregunta si estoy de coña tengo que jurarle por mis muertos que es la pura verdad. De paso, aprovecho para ilustrarle que como reportero de sucesos que he sido durante años en un diario al que le gustaba la sangre más que a Drácula, cubrí varios de esos falsos óbitos en los que el no-muerto se despertaba dentro del ataúd todavía abierto para susto (y alegría) de los familiares que nunca sabían cómo reaccionar. Si mal no recuerdo, uno de esos sucesos lo cubrí en Salamanca acompañado de la fotógrafa del periódico Marga Carrizo. La familia a la que entrevistamos nos contó con pelos y señales cómo les había dado tiempo a trasladar al pariente de la caja a la cama y esconder el féretro para que no se muriera del susto.
Ya en la calle, nos entró la risa floja imaginando el apuro de los presentes escondiendo el cajón mortuorio y cuando nos alejamos un poco fue la Carrizo la que entonó aquella coplilla de Peret hablando de su amigo Blanco Herrera «que no estaba muerto, que no, que estaba tomando cañas». Ahora, recordando la escena he caído en la cuenta de que no fueron ni el aludido ni mi abuela los únicos que resucitaron sin haberse muerto: a Franco, sin ir más lejos, Radio Pirenaica le dio por liquidado tres o cuatro veces a lo largo de su mandato. Y mientras el locutor leía la noticia el caudillo se paseaba por los jardines de El Pardo.
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