Un mohicano con crestas
Tiempos modernos ·
Ahora, casi todas las peluquerías se llaman salones de belleza y los peluqueros se han convertido en estilistasTiempos modernos ·
Ahora, casi todas las peluquerías se llaman salones de belleza y los peluqueros se han convertido en estilistasEstar medio calvorota como un servidor tiene algunas ventajas y pocos inconvenientes. Entre las primeras, el gasto casi nulo que hay que hacer en peluquerías, lo mucho que dura un frasco de champú y lo que nos ahorramos en fijador. Cuando me empezó a clarear ... la azotea, recuerdo la cantidad de pijadas que hice para evitarlo probando, al menos, dos productos: Minoxidil que, según el prospecto, todavía se usa para «estimular el crecimiento del cabello y desacelerar la calvicie», o New Haire: «loción regeneradora que ayuda a parar la caída». Confieso que utilicé primero uno y luego otro, desoyendo las risitas de mi familia cuando me veían extenderme en la testa con un algodón el contenido del frasco repitiendo:»reíros, pero me está empezando a salir pelusilla». Las carcajadas de mis parientes se oían hasta en el portal, a pesar de que vivimos en un octavo. ¡Qué gente!
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Cuando mi amigo y abogado Manolo Herrador se enteró de lo que estaba haciendo me dijo algo que debería haber tenido en cuenta: «Paco, hay que quedarse calvo gratis». No obstante, guardé los prospectos de los potingues que me iba echando y cuando fui consciente de que no funcionaban (podría decir que eran una tomadura de pelo, no sé si me explico…) me acerqué a la farmacia a intentar recuperar mi dinero. Mi colega y mancebo, Julián Enríquez, más conocido como 'el aspirino', me explicó que ellos no eran los garantistas «de las promesas del producto», sugiriéndome que lo denunciara en la Asociación de Consumidores. Me rendí para no hacer más el canelo.
Así que ahora, cuando no queda más remedio que visitar la barbería, me voy a la de Rubén, mi peluquero de siempre, que se limita a cortar un poquito las patillas y conseguir que los cuatro pelos laterales no monten por encima de la oreja. Entro, me siento en el lavadero de cholas, de ahí al sillón y enseguida a la calle, pagando previamente el servicio prestado. Ahora, casi todas las peluquerías se llaman salones de belleza y los peluqueros se han convertido en estilistas, gracias a los cuales las señoras pueden elegir arreglos estilo Pixie, Carré o un trabajo fino llamado Mullet, que no sé lo que es y no me importaría morirme sin saberlo. Eso, en cuanto a las damas, porque los caballeros pueden optar por el estilo clásico, rapado a lo militar solamente en los laterales o una virguería llamada corte mohicano, que también desconozco.
Todas estas modernidades contrastan con los tiempos en que el peluquero (al menos el de varones) rapaba a los chavales en un pispás con un corte uniforme para todos, como hacía mi tío Luis Puelles, que en gloria esté. Cuando la única oportunidad de mis colegas del barrio era cortarse el pelo en Cristo Rey, servidor tenía a un familiar barbero hermano de mi madre que, naturalmente, no cobraba el servicio. A día de hoy, los salones actuales tienen asientos razonablemente cómodos, muy distintos de aquellos duros como una piedra y, en el mejor de los casos, forrados con un plástico que en verano dejaba el culo como las gambas a la plancha.
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Cuando era un canijo, tanto mi tío como el peluquero del cole ponían una tabla apoyada en los brazos del sillón y me sentaban encima de ella. Dado que servidor debía de moverse más que una hormigonera, mi tito Luis me pegó un tajo en la oreja derecha que me hizo sangrar como un cochino. A pesar de que fue más el ruido que las nueces, tengo todavía la marca y recuerdo la bronca que me echó mi santa madre (incapaz de admitir que su hermanito era un manazas) que amagó con darme unos zapatillazos «por no estarte quieto, coño, que pareces un rabo de lagartija».
Hablo de un tiempo en el que lavarse la cabeza todas las semanas era un dispendio del copón, sobre todo en casas donde no había ni agua ni grifo. De todas formas, cuando llegaba el día de adecentar la molondra, tres cosas eran imprescindibles: agua en la palancana, vinagre y sosa. Recordé estas cosas tomando un clarete en el bar Lorenzo con mi exvecino Pepe Legañas (nunca supe su apellido; y de hecho creo que no tenía… ), y corroboró lo escrito: «Lo que vas a contar en el periódico es cierto, pero además de que te falta el jabón, el proceso no iba en ese orden: primero, el cantero de Lagarto, luego la sosa, y por último el vinagre, que según decían entonces servía para suavizar el pelo». Como ya supongo que algunos lectores se estarán preguntando si el Legañas o servidor exageran, les invito a que pregunten cómo eran esas cosas en los arrabales. «Canta, recuerda que había muy pocas peluquerías, y en nuestro barrio ninguna». Y si raparse con mi pariente carnal tenía sus riesgos, hacerlo con el fígaro del colegio era tan peligroso como jugar a los bolos con una granada sin espoleta.
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Justo cuando íbamos a pedirnos el tercer vino apareció por allí Luis El Cagueta que venía reflexivo porque nada más enterarse de las cosas que nos hacían en la cabeza cuando éramos pequeños, soltó: «Pensándolo bien es un milagro que estemos vivos con aquellas perrerías». Para hacerse entender dijo a la concurrencia: «es pura chiripa que a pesar del asperón, el vinagre y la sosa todavía nos queden cuatro pelos porque lo normal era que se nos hubiera achicharrado la pelota». Para ahondar en la herida, el muy cabrito me soltó una frase que no me esperaba: «Cuando nos vimos una vez hace mucho tiempo me dijiste que te estabas dando un ungüento para que te creciera el cabello. No me quiero imaginar cómo estarías hoy sin haberlo hecho…».
Salí de allí y me fui a casa a trabajar el artículo olvidando sus invectivas. Buscando en Internet encontré una página llamada modaellos.com, que revela que «El cabello corto parece ser el habitual entre los hombres, tanto maduros como jóvenes, pero lo cierto es que en los últimos años, parecía que la gran tendencia masculina era la de llevar el pelo un poco más largo o con flequillo o las crestas que siguen estando de moda así como el peinado con tupé». En cuanto me crezcan las lanas un poco más pienso acercarme a la peluquería de Rubén para que me haga un corte mohicano con cresta, que no sé cómo es pero suena de bien…
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