![Mocasines caros y botas de cartón](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2023/03/15/110866124.jpg)
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Una de las cosas que más han cambiado durante el último medio siglo es el calzado, sobre todo el de hombre, que es el que más uso. Aún así no sabría decir si actualmente hay en la ciudad más zapaterías que antes, pero me parece que son más bonitas y llamativas que las de mi infancia y juventud. Por lo general, los mejores establecimientos dedicados a este negocio suelen estar en el centro de las ciudades, con escaparates sumamente vistosos que invitan a entrar. Y a comprar. Cuando comento esto con mi amigo Félix Tapia está de acuerdo en el lujo de los expositores, aunque me recuerda que él nunca acompaña a su señora a comprarse zapatos «porque es un verdadero coñazo ir con alguien que no sabe lo que busca y no la gusta lo que le enseñan». Cuando Matilde Rojas, su santa, entra en escena se defiende atacando: «no le hagas caso, que tu querido Felisín no odia las tiendas que visito yo, sino todas ellas, y cuando tiene que comprar algo para él: entra, se lleva lo primero que pilla y luego hay que devolver la mitad de las cosas que adquiere». Por si fuera poco, añade: «además, como es un cobardica y un comodón siempre me toca a mí ir a hacer los cambios».
A pesar de que a un servidor le pasa lo mismo que a su colega (que odia salir de compras, en general, y de zapatos en particular, tanto para ella como para él) me he tomado la molestia de anotar algunos de los estilos de calzado más comunes con la ayuda de mi sobrina segunda, Maite Casas, que curra en la zapatería de una gran cadena comercial. Según ella «es una locura salir a comprar unos zapatos a secas, porque lo primordial es definir, antes de empezar, qué necesitas: de tacones, sandalias, de ceremonia, para llevar con vestido largo, falda corta o sudadera, tenis…», momento en que apago las orejas porque me está volviendo tarumba. Con semejante oferta no tiene nada de extraño que los escaparates estén tan bien organizados y los dependientes tengan más paciencia que el Santo Job y su primo Jeremías, el de las tribulaciones. Por si fuera poco, mi antiguo vecino Carlos Torres me cuenta que incluso en locales muy lujosos «donde venden zapatos que valen más de dos mil pavos, hay clientes que no compran pero mangan el calzador». Como dijo el gran torero Rafael El Gallo: «hay gente pa'to».
Aspirantes a cojos
Todo lo anterior contrasta con las zapaterías de mi infancia, que eran lo menos atractivo que uno pueda echarse a la cara. Acudir con la madre (los papis rara vez se dejaban arrastrar) a una de las pocas tiendas abiertas era un seguro para el sufrimiento de los pies y el dueño de los mismos, calvario que, en ocasiones, se prolongaba durante semanas porque según decían los mayores «a los zapatos hay que domarlos». Aunque seguramente había muchos más, el establecimiento de este tipo que mejor recuerdo era la tienda que la marca Segarra tenía en la calle de Santiago, donde me compraron mis únicos zapatos de charol para hacer la primera comunión. No obstante, después del estreno mi santa madre los guardó primorosamente colocados en una caja «para que no se gasten», de tal manera que cuando volví a necesitarlos me habían crecido los pinreles y no me los pude poner. Los heredó mi primo Luisito, cuya progenitora pagaría algo a la mía porque no eran tiempos para regalar nada.
Una vez superados los fastos de recibir la Sagrada Hostia por primera vez, vestir y calzar volvieron a ser como siempre. En mi colegio, por ejemplo, repartían a veces botas de invierno que duraban hasta que empezaba a llover porque juraría que estaban hechas de cartón. De cartón-piedra, se entiende, porque volvieron a destrozarme los pies. Al principio, fardaba con ellas ante los colegas de mi barrio, hasta el punto de que Emilio Olmedo, el vecino de enfrente, me dijo que servidor era «un gilipollas que viene aquí vacilando de zapatos nuevos y se los han dado en el cole por pobretón». El cachondeo se acrecentó cuando la lluvia me los destrozó y tuve que volver a las alpargatas de siempre.
Muchos años después de aquello tuve la suerte de casarme con la dependienta de un emporio zapatero bien conocido en la ciudad y en la región y que muchos recordarán: Calzados Casino y Calzados El Toro. Al día siguiente de conocernos, cortejé a la guapa moza, que me vendió unos zapatos castellanos con borla que me costaron un pastón y me duraron muchos años. Es verdad que gracias a ellos mis pies fueron indultados y mi exvecino Luis el Cagueta me llamó «pijo del centro que vive en los Pajarillos». El caso es que desde que empezamos a salir (y hasta ahora mismo) jamás me compro calzado sin su presencia y consejos, lo que garantiza confort y evita broncas. No obstante, alguna vez me rebelo y compro cosas que cuando las veo en casa no me gustan o me vuelven a mancar, como antiguamente.
Aunque con el tiempo desaparecieron aquellas dos cadenas gestionadas por profesionales de la venta que amaban su profesión, es difícil encontrar en la capital a algún peatón mayor de cuarenta años que no recuerde los primorosos, y céntricos, escaparates que ofrecían calidad sin temor a perder un pie. O los dos. A falta de su presencia, desde entonces me calzo en sitios conocidos y a condición de que me dejen llevar el género a casa, probarlo con calma y devolverlo si no quedo a gusto. Lo malo es que la parienta nunca me permite ir solito de compras porque, según ella, soy «un hortera que tiene menos gusto que una croqueta de escayola», frase que me duele en el alma pero…, es lo que hay.
Ahora que soy un tipo que no cojea martirizado por zapatos de hierro o botas de cartón piedra, agradezco haber encontrado mi sitio en aquellas tiendas de alta calidad, y añoro su ausencia. Por si fuera poco, recuerdo la frase que me dijo don Casimiro, uno de los dueños de aquel local donde entré para comprarme unos mocasines y acabé casándome con la vendedora. «Se lleva usted lo mejor de la tienda. Enhorabuena». Nunca supe si se refería a los zapatos o a la moza pero, visto lo visto, aquel buen comerciante tenía más razón que un santo.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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