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Aunque reconozco que al principio me costó ajustarme a este nuevo formato que ya lleva casi un año recibiendo el favor de ustedes, desocupados lectores, me ha servido para demostrarme que soy capaz para descubrir o recuperar antiguos vecinos, viejos amigos y otros nuevos con los que tengo hecha una peña que suelta paridas, pero enseña cosas y permite evocar. En el bar de Lorenzo nos juntamos muchos días a tomar claretes antes de comer que, sin ser el mejor vino del mundo, no suele hacerte llaga en el estómago. En nuestra tasca recordamos viejas cosas que me permiten comunicarme con ustedes y recrear un Valladolid muy distinto al actual.
Generalmente, cito a mis amigos por su nombre o apodo ya que a ellos no les parece mal que abuse de su confianza, aunque reconozco que a veces me bronquean porque, según ellos, las palabras que entrecomillo no siempre salieron de sus labios, sino de otro. Pero, en fin, qué más da que lo diga Macario que el Pichusqui o Luis El Cagueta, si casi todos hemos vivido experiencias muy parecidas o nos hemos llevado las 'muy generosas hostias' que metía el padre Venancio, más malo que la tiña. Pero hoy no citaré a muchos de esos personajes, porque he descubierto uno que tiene más historias que contar que la mitad de mi antiguo barrio. Se llama José Antonio Pérez, tiene noventa palos y una memoria privilegiada alejadísima de la de un servidor.
El objeto de la cita no era hacerle una de esas entrevistas a doble página similar a las que hace mi amigo colega Nacho Foces cada domingo, sino tirar de los recuerdos de un vallisoletano de pura cepa que se ha ganado la vida haciendo montones de virguerías. Hablo de un tipo que, siguiendo el patrón de muchos otros pucelanos y españoles, emigró a Alemania donde, según él, «se ganaba lo suficiente para vivir allí y mandar dinero a la familia, porque cuando me piré ya estaba casado». Por eso y por tantas otras cosas que iremos descubriendo a lo largo de este artículo-homenaje a los que salieron de España para subsistir algo mejor, decenas de miles de paisanos descubrieron que en aquella tierra se hablaba un idioma endemoniado pero se ganaba lo suficiente para vivir sin apreturas, ahorrar algo y alimentar a los de casa que seguían en España.
Confieso que siempre tuve ganas de charlar con los protagonistas de aquel éxodo obligatorio en busca de una vida más digna y que servidor nunca intentó imitar: primero, porque era muy joven, y segundo porque era un cagueta. Cuando me acerco al bar a tomar unos chismes con la peña, me entero de que al menos un par de ellos se piraron a Alemania a buscarse la vida, según confesó Piti Conde que estuvo allí cuatro años «precintando botellas de leche y mandando un poco de pasta a casa, que aquí andaban las cosas muy jodidas». Otra que se piró al mismo sitio fue mi amiga Titina Suarez, que con veinte recién cumplidos se convirtió en un 'gastarbeiter', que traducido al cristiano significa trabajador invitado.
Pero mientras Titina y otros curraban a dos mil kilómetros al norte, el invitado de hoy hacía lo mismo en aquel Valladolid de principios de los cincuenta del siglo pasado «en un obrador que estaba en la calle de La Estación» envolviendo «unas galletas muy buenas y otras más chiquitinas que se llamaban 'paciencias'. Todo esto recién cumplidos los catorce años para arrimar el hombro en casa, que cualquier ingreso era bien venido». Cuando cerró el obrador, Jose cambió de oficio y se fue a trabajar «a un taller de escayola que estaba en la calle Labradores al lado del cine Goya» (¿se acuerda alguien de aquellas salas?).
El caso es que a pesar de las penurias de aquella época, mi invitado tenía derecho a vacaciones que contrastan enormemente con las que la mayoría disfrutamos ahora: «las nuestras se limitaban a acercarnos los fines de semana a Viana a bañarnos en el río Cega». Cuando le pregunto si ya tenían coche esboza una media sonrisa y responde que «el viaje se hacía en tren a la ida y a la vuelta», una manera de 'disfrutar' del verano que servidor conoce y recuerda.
Con el objetivo de ganar un poco más y vivir algo mejor, Jose dejó el trabajo para ser uno de los primeros en incorporarse a la recién estrenada factoría de Michelín, «una bendición para Pucela porque el sueldo era bastante mejor y, sobre todo, teníamos derechos hasta entonces desconocidos: convenio, horario regulado, vacaciones, bajas por enfermedad y todas esas cosas que esta fábrica primero y la Fasa después trajeron a Valladolid».
Pero esos avances laborales coincidieron, además, con los primeros programas de veraneo social implantados por el Gobierno central que permitieron a Jose y familia vacacionar en Torremolinos «en un hotel de tres estrellas, como mucho, y bañarnos en la playa de la Carihuela donde encontré a varios pucelanos recorriendo la calle San Miguel, que era peatonal y muy larga». A la vuelta, y ya fijo en la fábrica de neumáticos, las cosas empezaron a mejorar hasta el punto de que la familia se compró el primer coche, «un R-6 nuevecito que pudimos pagar a plazos gracias a la nómina de Michelín», y complementando los ingresos a base de «pintar viviendas, buzonear octavillas y lo que saliera porque aquí donde me ves yo era un mil usos capaz de bordar cualquier chapuza».
A estas alturas, estaba claro que don José Antonio Pérez tenía cuerda para rato: incluso para hablarme de la existencia de un caserón llamado Chalet del Campo Grande que, según el blog Vallisoletvm era «una especie de bar o kiosco de bebidas muy al estilo de la época, servido y atendido por personal del café Royalty de la calle de Santiago»y que, según mi interlocutor «fue donde actuó Raquel Meller, que yo la vi…».
Terminada la entrevista, me volví a casa con la libreta llena de apuntes y la sensación de haber conocido a un vallisoletano de pura cepa que hizo de todo para sobrevivir y poder contarlo. Cuando me dijo que la memoria empezaba a fallarle, le prometí este artículo para dejar escritas las vivencias de un tipo maravilloso.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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