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Presume Astudillo, y con razón, de cobijar durante largos años el amor que se profesaron el rey Pedro I y María de Padilla, una intensa relación de la que queda como testigo el Real Convento de Santa Clara, fundado por esta última a mediados del siglo XIV. En su iglesia, de estilo gótico-mudéjar, sobresale la belleza de su artesonado y las yeserías del coro. Anejo al mismo se encuentra el palacio que ambos edificaron, con un escudo labrado en piedra que muestra una mano cortada.
La tradición popular quiere ver en ella la plasmación de una conocida leyenda con tres protagonistas: un pueblo tenaz y dispuesto a rebelarse contra las injusticias, un rey más justiciero que cruel, y un despiadado escribano más dado a servir a sus bolsillos que al vecindario. Es la famosa leyenda de «La mano del Escribano», que autores como Rodrigo Nebreda fechan en torno a 1351 y 1357.
Por esos años, en efecto, habría ejercido el cargo de Escribano de la villa un caballero, de nombre desconocido, que muy pronto se reveló en todo su esplendor de corrupción: egoísta y trapacero, utilizaba el nombramiento a su antojo y, sobre todo, para su propio provecho. Fácil de sobornar por los poderosos, un día otorgó una escritura falsa, relacionada con la venta de unas tierras, que perjudicó a gran parte del vecindario.
Como quiera que los de Astudillo fueran «fuertes de temperamento y reacios a dominios y mucho más si estos pretendían y eran injustos», aprovecharon una de tantas visitas del rey para entrevistarse con él. Cuenta la tradición que Pedro I los recibió en una cámara sencilla, meditando sobre una mesa de roble y vestido de forma humilde, nada que ver con el lujo de los caballeros que le rodeaban.
Los vecinos le expusieron el caso y relataron las numerosas injusticias cometidas por el Escribano, demandando urgente reparación. «Habiendo otorgado documento en falsía, ocasiona gastos y despojos de bienes y obligaciones que no son de justicia», le insistieron. Ajeno totalmente a su fama de despiadado y cruel, el monarca les regaló una mirada dulce y acogedora y comprendió sus cuitas.
Ordenó la presencia inmediata del Escribano, quien, una vez en su cámara real, fue sometido a un careo con los vecinos. Acto seguido, el rey parlamentó unos minutos con dos de sus vasallos y todos juntos se dirigieron hacia el brocal del pozo que estaba situado fuera del recinto del palacio.
Mandó al Escribano que se asomara, y le preguntó: «¿Qué ves flotando sobre el agua de ese pozo?». «Veo una naranja, señor», respondió aquel. «¿Estás seguro?», replicó el rey; «Seguro, señor». Pedro I mandó llamar entonces al Escribano real, a quien ordenó bajar al pozo y coger la fruta que flotaba, con la parte cortada hacia el fondo. El acusado se quedó de piedra al escuchar la verdad: «Es media naranja».
Era lo que el monarca necesitaba para redactar de su puño y letra el castigo ejemplar: «Mando para que sea ejemplo del presente y testimonio elocuente del deber para el futuro, no tan solo para los escribanos, sino para los que han de hacer Justicia en mi reino (…) que le sea cortada la mano a fin de que nunca jamás amén pueda signar falsamente documentos que están fuera de la ley de Dios Nuestro Señor».
De esta forma, el Escribano corrupto quedó despojado de sus cargos y atributos y, para baldón de su deshonra, sin mano. El rey también ordenó que en la casa donde aquel cometió el acto injusto y desleal se esculpiese en piedra buena, sobre el dintel de la puerta principal, la mano cortada pero de manera oblicua, «como cumplía al acto por él llevado a efecto». Esa es, según la tradición, la figura que aparece en el escudo del palacio, si bien autores como el citado Nebreda reconocen que no es el originario y que éste habría existido en otra casa de Astudillo, cercana sin duda al palacio pero desaparecida hace muchos años.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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