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Ni más ni menos que a una lección divina responsabiliza la tradición popular el origen del Lago de Sanabria, esa increíble maravilla natural situada en tierras zamoranas. Cuenta la leyenda que en el lugar que hoy ocupa el lago, el más grande e importante de nuestro país con una extensión total de 318,7 hectáreas y una profundidad que llega a los 53 metros, existió en tiempos remotos un pequeño pueblo llamado Valverde de Lucerna, situado a las orillas del río Tera, en las inmediaciones del monte Suspiazo. Sus habitantes se caracterizaban por celebrar la festividad de San Juan, cada 24 de junio, con ejemplar compañerismo y máxima religiosidad. Año tras año, en efecto, se entregaban a la fiesta con suma piedad, siempre bajo la guía espiritual del párroco y sin que faltaran los bailes y las viandas, todo ello en un clima de respeto y generosidad.
Hasta que, con el paso del tiempo, la convivencia comenzó a enrarecerse y la envidia, la desconfianza y el menosprecio se erigieron en valores dominantes. Los habitantes de Valverde de Lucerna se volvieron todo menos ejemplares. La envidia y el odio reemplazaron a la cordialidad, cada cual obraba según su propio interés y sin reparar en las necesidades de los demás. El pueblo se volvió gris y hosco.
Una noche de crudo invierno, cuando más frío hacía y la nieve cubría hasta el último rincón, apareció en la aldea un pobre peregrino en busca de cobijo y ayuda. Pero en cada puerta que llamaba se topaba con el desprecio más cruel. Nadie quería ayudarle. Aterido de frío, reparó de pronto en una casa de cuya chimenea salía abundante humo. Era el horno del pueblo, donde unas humildes mujeres se afanaban en fabricar pan para tenerlo listo a primeras horas de la mañana.
El mendigo llamó a la puerta y las trabajadoras, solícitas, le abrieron y escucharon su petición. Solo podían darle pan, le respondieron, mientras le invitaban a pasar y le sentaban a su mesa. Acto seguido, una de ellas lanzó una pella de masa al horno para aplacar el hambre del pobre visitante. De pronto, la masa comenzó a crecer hasta alcanzar un volumen inusitado y transformarse en un pan grande y hermoso. Dieron el primer trozo al peregrino, que lo tomó agradecido. Instantes después, este las miró con cariño y su aspecto cambió radicalmente: ya no era un andrajoso mendigo, sino un hombre imponente.
Con autoridad les ordenó que no salieran del horno mientras él subía al monte, pues había llegado el momento de castigar a ese pueblo de egoístas e insolidarios. Así hicieron. Desde una ventana vieron cómo el hombre agarraba con fuerza su cayado y lo golpeaba repetidas veces contra el suelo mientras pronunciaba la frase: «¡Aquí clavo mi bastón, aquí brote un borbollón!».
De repente, el suelo comenzó a levantarse como si de un volcán se tratara, manando de él tal cantidad de agua, que todo el valle quedó sumergido en un inmenso lago, el actual Lago de Sanabria; solo una pequeña isla, que indica el lugar exacto donde estuvo situado el horno, permanece sin cubrir. Cuentan que cada 24 de junio, festividad de San Juan, solo las personas generosas pueden oír el repiqueteo de una de las campanas de la iglesia sumergida, que nunca logró ser rescatada, mientras que otros aciertan a ver luces, entre tinieblas, que parecen andar sobre las aguas: son las almas de los desaparecidos, que intentan huir de la profundidad del lago. Impresionado por esta leyenda, Miguel de Unamuno se inspiró en ella para escribir su 'San Manuel Bueno, mártir'.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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