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Señoritas de la alta sociedad acompañan a la marquesa de Alhucemas en la inauguración del Dispensario. EL NORTE
La tuberculosis, la enfermedad de los pobres

La tuberculosis, la enfermedad de los pobres

Martes, 17 de septiembre 2019, 07:08

Era la patología que mayor número de muertes provocaba en España, por delante incluso de la sífilis y el cáncer. Hasta mediados del siglo XX, la tuberculosis se cobraba más de 100 vidas por cada 1.000 habitantes y su diana prioritaria eran las clases más necesitadas. Favorecida por la industrialización y la emigración masiva a las capitales de provincia, los factores que más contribuyeron a la expansión de la tuberculosis, según ha escrito María del Carmen Palao, fueron el hacinamiento de masas obreras en arrabales insalubres, las condiciones antihigiénicas a las que se veían sometidas, la escasa cobertura sanitaria por parte del Estado y una alimentación deficiente. No es de extrañar, por tanto, que más del 80% de los casos se registraran entre la clase trabajadora, especialmente en la franja de edad comprendida entre los 15 y los 35 años. Era, en definitiva, una «enfermedad social», con todo lo que ello significaba.

De ahí el impacto de la inauguración, hace ahora 100 años, del Dispensario Antituberculoso vallisoletano. Aquello fue un tortuoso trabajo de casi 15 años desde que en 1907 comenzase a actuar la Junta Antituberculosa de la ciudad siguiendo las recomendaciones de la Asociación creada cuatro años antes, y más aún del Real Patronato Central de Dispensarios e Instituciones Antituberculosas que, presidido por la Reina Victoria Eugenia, ese mismo año de 1907 constituyeron «damas aristocráticas y adineradas». Además de allegar fondos para prevenir la enfermedad, las juntas antituberculosas diseminadas por la geografía española centraron sus esfuerzos en erigir los correspondientes dispensarios.

El primero en ponerse en marcha fue el Real Dispensario Antituberculoso 'María Cristina', en Madrid, creado en 1901 y reinaugurado en 1908; dos años antes -en 1906- había comenzado a funcionar, también en la capital de España, el Dispensario 'Victoria Eugenia', al que se sumaría, en 1909, el tercer centro madrileño de este tipo, el Real Dispensario Antituberculoso 'Príncipe Alfonso'. La Liga Antituberculosa de Valladolid inició sus trabajos a principios de 1907, con hitos tan relevantes como una función celebrada en el mes de febrero en el Teatro Calderón en la que Ricardo Royo Villanova, catedrático de Medicina de Zaragoza y principal impulsor de la lucha contra la tuberculosis en esa ciudad, impartió una exitosa conferencia sobre las funciones de los dispensarios.

Estos, creados Lille en el año 1900 por el doctor Léon Charles Albert Calmette, eran definidos como «consultorios gratuitos de enfermedades del pecho, en los cuales se hace propaganda antituberculosa y se suministran medios que tienden a la profilaxis, al alivio o a la curación de la enfermedad» y tenían como función primordial, a decir del propio Royo Villanova, «atraer, por medio de una propaganda inteligentemente hecha entre las clases populares, a los obreros afectados de tuberculosis; facilitar las consultas gratuitas, consejos relativos a sus familias; proporcionarles bonos de alimentos, de carne y de leche; distribuir entre ellos escupideras, mejorar sus viviendas, desinfectar sus ropas, establecer pensiones do enfermedad, realizando en favor del obrero todas las gestiones necesarias cerca de la Beneficencia pública, instituciones de caridad y de los patronos, a fin de obtener socorros que permitan al enfermo interrumpir su trabajo, o readquirirlo si ya está en condiciones para ello, asegurándole, en una palabra, toda la asistencia material y moral que pueda necesitar».

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Arriba, inauguración del Dispensario el 21 de septiembre de 1919; abajo, señoritas en la Fiesta de la Flor de 1914 y el edificio del Dispensario, hoy Escuela de Adultos. EL NORTE/F. JOAQUÍN DÍAZ

El doctor Román García Durán, inspector provincial de Sanidad y secretario de la Junta Antituberculosa de Valladolid, figura entre los más entusiastas seguidores de la obra de Colmette. Con la doble finalidad de influir en los poderes públicos y divulgar la lucha contra la tuberculosis, la Junta, de la que formaban parte numerosas «damas» de la alta sociedad vallisoletana, logró que el Ayuntamiento adquiriera el compromiso de allegar terrenos para construir el dispensario y allegar cuantiosos fondos. Un hito en este último cometido fue la organización, a partir de las Ferias y Fiestas de septiembre de 1914, de las famosas «Fiestas de la Flor», en las que destacadas «señoritas de la ciudad» postulaban por las calles a favor de la obra antituberculosa, colocando flores en las solapas de los transeúntes a cambio de sus donativos.

De hecho, con los fondos conseguidos en dichas Fiestas lograron construir un pabellón de niños antituberculosos en Prado de la Magdalena, primer paso hacia la edificación del Dispensario. Este parecía más cerca de la realidad en el verano de 1918, momento en que El Norte de Castillo anunció la consecución edilicia de los terrenos pertinentes y avanzó el trabajo de dos destacados profesionales de la ciudad: el arquitecto Manuel Cuadrillero, autor del proyecto, y el contratista Jaime Cuadrado. Ambos, claro está, trabajaron gratis por la causa. Pero entonces comenzaron los problemas: a las dificultades económicas del Consistorio se sumaron las negativas consecuencias que para la sociedad española trajo la Primera Guerra Mundial, en concreto «la carestía de los materiales y el encarecimiento de la mano de obra», señalaba este periódico. Por si fuera poco, familiares de los niños huérfanos del Colegio de Santiago alzaron la voz contra una construcción que, adherida en un principio a sus instalaciones, juzgaban que podría ser un foco peligroso de infecciones.

La solución definitiva se materializó a principios de septiembre de 1919: el Dispensario Antituberculoso de Valladolid se edificaría «en un hotel de reciente construcción en la calle de Muro», aislado de toda vivienda «por una sólida tapia de cerramiento» en tres de sus cuatro lados, mientras que «una elegante verja colocada en el frente de su fachada principal» lo separaba de la vía pública. Como señalaba el doctor García Durán, este Dispensario, que llevaba el nombre de la reina Victoria Eugenia, no era un sanatorio ni un hospital, pero sí «un local donde se llama a los enfermos predispuestos para educarles, ilustrarles, moralizarles, dándoles medios de defensa para la lucha contra el terrible mal, evitándoles muchos sufrimientos, disminuyendo muchas de sus penas, enjugando machas de sus lágrimas, enseñándoles a no ser perniciosos a los demás, para que los demás no se aparten de ellos y les presten el inmenso consuelo de su amor y caridad sin el menor peligro para nadie (…) no es otra cosa que un Consultorio gratuito de enfermedades del pecho, al cual deben acudir cuantos aquejen el más leve síntoma del aparato respiratorio (tos, fatiga, opresión) o tengan cierta frecuencia o duración sus catarros, o sientan fácil cansancio o adelgacen rápidamente o se noten por las tardes con ligera calentura».

Román García Durán, primer director-jefe del Dispensario, fue su gran impulsor y divulgador desde 1907

Al estar situado en una zona estratégica, próxima a «la gran masa de población obrera que vive en el populoso barrio de San Andrés», el Dispensario cumplía la primera condición que, según los especialistas, requería este tipo de edificios: «estar situados en zonas próximas a la población obrera, ya que ella ha de ser la que dé el mayor contingente a la indicada consulta, pues para nadie es un secreto que si bien la tuberculosis no es exclusiva de la clase pobre y necesitada, los necesitados y pobres son sus más frecuentes víctimas». El Norte de Castilla no ahorró detalles en su información: rodeado de «un bonito jardín», el Dispensario constaba de sótano, planta baja, planta principal y segundo piso. En el vestíbulo había un cepillo para los donativos, y entre las salas más importantes destacaban la de »exploración física preliminar», la «sala general de reconocimientos», donde se hacían la exploración completa del paciente, el diagnóstico y la clasificación, la «consulta de especialidades» y el «laboratorio». Además, en el sótano se encontraban la cocina, el lavadero, un almacén, la sala de Rayos X y la enfermería de urgencia.

El Dispensario Antituberculoso de Valladolid, situado en el edificio que desde 1983 alberga El Centro de Educación de Personas Adultas de la calle Muro, era el número 19 de toda España junto con los tres de Madrid, los dos de Barcelona y los de Bilbao, Málaga, La Coruña, Oviedo, Segovia, Valencia, Zaragoza, Vigo, Santander, San Sebastián, Sevilla, Murcia y Palma de Mallorca. Su construcción estaba más que justificada, habida cuenta de que en aquel momento, 300 personas al año morían en Valladolid a causa de la tuberculosis, lo que suponía cerca del 13% de las defunciones. La inauguración oficial, celebrada el 21 de septiembre de 1919, hace ahora 100 años, contó con la presencia de la marquesa de Alhucemas como madrina de honor.

La primera plantilla la formaban Román García Durán como director jefe; en exploración preliminar Manuel Garnicer; en consulta de Medicina de adultos los doctores García Duran y Lucio Benito Voces; en Cirugía de adultos Marcelino Gavilán; en consulta de niños Enrique Asensio Pinilla; en consulta de laringe Alfredo Rodríguez Vargas; en consulta de piel Félix Domingo Calvo; en consulta de vías urinarias Amando Represa; en rayos X Gerardo Clavero del Campo; y en laboratorio bacteriológico Julián Vara y López de la Llave y Eduardo Álvarez Vicente.

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