«La existencia del dependiente de comercio se asemejaba en todo a la del penado a quien la ley condena a reclusión perpetua, por la absoluta carencia de libertad». Era la queja de uno de aquellos trabajadores de los comercios de principios de siglo, harto ... de soportar las jornadas de 12 a 14 horas diarias sin descanso los domingos. Dependientes de bazares, ferreterías, sombrererías, ultramarinos, droguerías, cordelerías, zapaterías y demás negocios de hace ahora 120 años acordaron reglamentar su descanso y presionar para que el gobierno decretase de manera obligatoria el cierre dominical.
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No era una petición exclusivamente vallisoletana, ni mucho menos. Sobre todo desde que los presidentes Cánovas en 1891 y Dato en 1899 lo planteasen sin suerte. A las razones laborales de muchos se sumaban las religiosas de no pocos, apoyadas estas últimas, claro está, por la jerarquía de la Iglesia católica, que no dejaba de recordar la necesidad de santificar el domingo, aquel séptimo día en el que, según el famoso pasaje bíblico, el Creador descansó.
Ya el proyecto de Ley sobre el trabajo de las mujeres y niños, de 1900, contemplaba la prohibición del trabajo en domingo y días festivos a los menores de trece años, pero los trabajadores del comercio querían hacerlo extensivo a su gremio. A finales de 1900 se registraron peticiones de este tipo en Badajoz, Barcelona, Madrid y Zaragoza, y hasta se creó una Sociedad de Resistencia en La Coruña para presionar en esa dirección.
El primer paso en serio en la capital del Pisuerga el dio el 14 de enero de 1901, fecha en la que «dependientes de todos los gremios de la capital» se reunieron en el Círculo Mercantil, a las nueve de la noche, bajo la presidencia de Gregorio García, del gremio de mercería, para elegir a un representante de cada comercio: «Don Luis Rodríguez, bazares; don Amador Egido y don Nicolás Sanz, tejidos; don Gregorio García, mercaría; don Antonio Ortiz, perfumería; don Zacarías Utasá, relojería; don Isidoro Varela, librería; don Gregorio García y don Antonio Calzón, sastrería y pañería; don Ramón Cilleruelo, zapatería; don Juan Hernández, camisería, don Manuel Pérez, almacenistas de paños; don Nicéforo Hernández, ferretería; don Julián Díaz, bazares quirúrgicos y droguerías; don José Castelló; ultramarinos; don Laureano Prieto, sombrerería; don Tomás Pinedo, tapicería; don Atanasio Calvo, platería; don Pedro Elegido, cristalería; don Victoriano Puertas, curtidos, y don Gregorio Giménez, cordelería».
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Luego acordaron notificar a los dueños de los establecimientos la necesidad de reunirse y resolver el descanso dominical. Una semana después, enviaban una circular a todos los comercios instándoles a cerrar los domingos y emprendían una recogida de firmas. Una nueva reunión, esta vez el 1 de febrero de 1902, entre jefes y dependientes, presidida por los presidentes del Círculo Mercantil, Florentino Díez, y de la Cámara de Comercio, Gregorio García Garrote, acordó cerrar los comercios el domingo 3 de febrero. Contaban además con el apoyo del Ayuntamiento.
A propuesta de Julio Guillén, aquel día decidieron solemnizar el acontecimiento con una manifestación previa, a las 11 de la mañana, en los salones del Campo Grande, desde donde salieron a recorrer las calles céntricas. A decir de El Norte de Castilla, que en todo momento apoyó el descanso dominical, la convocatoria fue un éxito. Cerraron 243 comercios y solo ocho o diez mantuvieron sus puertas abiertas. Los manifestantes realizaron «alguna que otra pacífica protesta cuando veían una tienda abierta», señalaba el periódico. «Respetamos la opinión de los señores que se han negado a concedernos el descanso dominical, y ya que el número de éstos es tan limitado, hemos de rogarles nuevamente y no dudamos merecer de su atención se decidan a complacernos», comunicaron al día siguiente.
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Pero el optimismo no tardó en dejar paso a los peores augurios. Muy pronto, en efecto, surgieron voces dentro del gremio en contra del descanso dominical. Junto a las pérdidas económicas que ello acarrearía, argumentaban que el domingo era justamente el día en el que jornaleros agrícolas y obreros urbanos cobraban el salario, procediendo, acto seguido, a realizar sus compras. En su réplica, los partidarios del cierre sostenían la posibilidad de mantener abiertas las tiendas de alimentación y afirmaban que las pérdidas del domingo se compensarían con el aumento de compras en días posteriores.
Pero la desunión llegó a tales extremos, que la siguiente convocatoria de cierre, el 10 de febrero, se saldó con graves altercados. Ahora fueron las Moreras el lugar desde el que los manifestantes, cerca de un centenar, se dirigieron hacia el centro urbano. Eran poco más de las ocho de la mañana. Nada más llegar, la emprendieron a pedradas con quienes se negaban a bajar las persianas. Reventaron cristales en comercios de los portales de Cebadería y Fuente Dorada, donde fueron dispersados por los guardias; en Teresa Gil hicieron otro tanto con una zapatería, en la calle de Santiago con la ferretería de Ramos Regadera y en la Plaza Mayor con la del señor Villanueva, que también se negó a cerrar sus puertas. El sastre Pinacho y el dueño de una cordelería accedieron para evitar males mayores.
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Los altercados finalizaron a las 11 de la mañana. Según el periódico, aquel domingo las calles céntricas quedaron desiertas y solo abrieron las tiendas de comestibles, cafés, boticas y cantinas. La tónica siguió igual en los meses siguientes. De hecho, la convocatoria de cierre del 28 de abril, acordada por una «Comisión inspectora de descanso dominical» elegida ante el gobernador civil por representantes de todos los gremios, se resolvió con nuevos enfrentamientos y lluvias de piedras contra comercios que seguían abiertos: los de los señores Cabezón, Adulce Alcalde y Casado, y las «Camiserías de El Norte y el Sur', entre otros.
La Ley del Descanso Dominical no se aprobaría hasta el 3 de marzo de 1904. Aunque entró en vigor el 11 de septiembre de ese mismo año, lo hizo en medio de un intenso debate entre partidarios y detractores. Al año siguiente, el 19 de abril de 1905, se aprobó el Reglamento definitivo para su aplicación, el cual fijaba excepciones para aquellos trabajos que no podían interrumpirse tanto por las necesidades que satisfacían como para el perjuicio que podían ocasionar para la industria y el interés público.
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