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Daniel Pedriza
Loterías, rifas y sorteos
Tiempos modernos

Loterías, rifas y sorteos

Alguna rara vez he sido agraciado con el reintegro navideño, que suelo cambiar por otro décimo del Niño, y perderlo todo el 5 de enero

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 21 de octubre 2023, 00:26

Cuando estábamos todavía en plena canícula vimos el primer anuncio de la Lotería de Navidad invitándonos a comprar un decimito en el lugar de veraneo «por si toca aquí». Cuatro meses después de aquel reclamo ignoro cuántos décimos se habrán vendido en este tiempo, aunque supongo que serán muchísimos porque los españoles somos muy dados a invertir en los juegos de azar promovidos o no por el Estado. A pesar de la pereza que me da ir adquiriendo participaciones reconozco que, a día de hoy, me he fundido más de 400 euros a sabiendas de que las posibilidades de recuperarlos son más bien escasas, como no podía ser de otra manera. Aún así, confieso que un par de veces en toda mi larga existencia me ha tocado la lotería de Navidad; o sea, que no tengo derecho a quejarme. La vez que más me tocó fueron 200.000 pesetas, que hoy pueden parecer una miseria pero (y esto va completamente en serio), me permitieron comprar, al contado, mi primer coche nuevo (un Seat 850 sport cupé), incluyendo seguro a todo riesgo y todavía me sobraron treinta o cuarenta mil pesetillas. Aquel sorteo no me hizo rico pero dio un buen empujón a mi maltrecha economía.

Pero de la misma manera que es verídico lo que cuento sobre la chorra que tuve aquella vez, confieso que jamás volvió a sonreírme la fortuna, a pesar de fundir más dinero que nunca, tanto en el lugar de veraneo como en las tres o cuatro administraciones que hay entre mi casa y la Plaza Mayor. Es cierto que alguna rara vez he sido agraciado con el reintegro navideño, que suelo cambiar por otro décimo de la Lotería del Niño, y perderlo todo el 5 de enero.

Lo más perverso de ahora es que los décimos navideños son una parte mínima de ese escaparate de juegos de azar legales tan conocidos como la Bonoloto, la Primitiva, Euromillones, la ONCE, el Eurojackpot, que según la publicidad puede convertirte en «Tataramillonario o lo que es lo mismo, millonario tú y tus hijos y los hijos de tus hijos y los hijos de los hijos de tus hijos…, porque 120 millones dan para ser millonario por los siglos de los siglos». También se puede apostar en una cosa que llaman Lototurf (que no sé lo que es ni me importaría morirme sin saberlo) y otras tan ignotas como la Quiniela del fútbol o de la hípica, un juego de azar bautizado como Quíntuple Plus y otros como el Quinigol que, según tengo entendido, consiste en adivinar «el número de goles que va a marcar cada uno de los equipos» internacionales, en el que participan conjuntos tan raros como el Valerenga y el Rosenborg Ballkub, que mi exvecino Luis el Cagueta asegura que tienen su sede en Noruega. Como diría Rafael el Gallo: «hay gente pa'to». Pero puestos a elegir, servidor preferiría el sueldazo de la ONCE que ofrece, todos los sábados y domingos, un premio de 5.000 euros al mes durante ¡veinte años! y otros 300.000 al contado.

Este despelote de juegos de azar y premios contrasta una enormidad con la época en la que servidor tenía más mocos que dinero y apenas se podía jugar a casi nada. A lo mejor me equivoco pero hablo de un tiempo en el que la única lotería era la de Navidad y faltaban varias décadas para la llegada del cuponazo, que entonces era, simple y llanamente, el cupón de los ciegos. Hablo de una época en la que los invidentes (no sé si todos o algunos seleccionados) se ganaban el pan vendiendo cupones que llevaban colgados de la pechera y que costaban entre «diez céntimos y veinticinco pesetas», según he leído en la página oficial de la ONCE, fundada hace casi un siglo; bueno, para ser más exacto, 85 años. La citada organización»proporcionaba una actividad laboral a muchas personas ciegas», y actualmente «sigue siendo la principal fuente de ingresos y de puestos de trabajo».

Recuerdo perfectamente que un vecino mío, el señor Adrián, era ciego y sacó adelante a su mujer y a los tres hijos que tuvo, uno de los cuales llamado Ildefonso era mi mejor amigo hasta que se fue a vivir a Finlandia, sin tener ni zorra idea del idioma que allí se chamullaba, que hay que echarle pelotas para irse tan lejos a ganarse el sustento. A él lo recuerdo como si fuera ahora mismo porque éramos vecinos y colegas, y a su padre por la mala leche que tenía, cosa que ya entonces me parecía normal. Lo que era evidente es que se ganaba más vendiendo cupones de la ONCE que trabajando en la Renfe, donde mi progenitor ganaba poco pero tenía economato.

Para no perder el hilo del presente comentario he descubierto que en junio de 1968 el cupón valía dos pesetas, y el premio diario eran 2.500, una modesta cantidad ideal para tapar algunos agujeros y comer algo mejor durante el mes. Esto último lo digo sin conocimiento de causa, porque jamás me sonrió la fortuna a pesar de que jugaba regularmente. Y confieso que no lo hacía por solidaridad sino por intentar pillar ese premio que se sorteaba seis días a la semana y que hoy, traducido a la moneda actual, serían quince euros y dos céntimos.

Hablo de un tiempo en la que la vida de los ciegos era dura porque había que estar todo el día en la calle anunciando «los iguales para hoy» sin poder volver a casa antes de haber agotado el papel a la venta. Según me recordó hace poco mi amiguete, el hijo del ciego, «aunque se ganara para comer, había que estar la tira de horas con los cupones colgando a la espera de que alguien comprara o se acercara a preguntar por el número que había salido ayer». Un tiempo en el que jugaban un papel relevante los lazarillos, muchos de los cuales nunca fueron al colegio porque tenían que acompañar a sus padres, «que no disponían, como ahora, de kiosco calentito, por lo que había que reponer fuerzas en los bares».

Cuando me cambié de barrio perdí todo contacto con Ildefonso, mi amiguete, que acabó emigrando a Helsinki donde creo que sigue viviendo a día de hoy. Aunque todavía mantenemos algún contacto, la última vez que nos vimos fue hace medio siglo (año arriba, año abajo) en el funeral de su padre, que murió siendo muy mayor y tan ciego y pobre como el primer día.

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