La leche derramada y la recogida

El cronista | Tiempos modernos ·

«Un tiempo en el que los que pasábamos gazuza nunca acudíamos a los 'poderosos' para que nos dieran un bocadillo de salchichón»

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 14 de enero 2023, 00:08

Cuando escribo estas líneas todo hace pensar que el viaducto del Arco de Ladrillo tiene sus días contados, por viejo y más feo que Picio. La obra forma parte del nuevo plan ideado por el Ayuntamiento que preside el señor Puente con la ayuda inestimable ... del concejal señor Saravia, para no enterrar las vías del tren como han hecho otras ciudades grandes y pequeñas. Pero cada mandamás tiene derecho a ser recordado por lo que hizo y por lo que no hizo, y por ello ambos pasarán a la historia. Puede que la obra mejore el tráfico rodado pero el tren seguirá pasando en superficie y la demolición obligará al colectivo del que hablaré hoy a trasladarse a otro sitio resguardado para atender a los indigentes que recorren las calles buscando algo que comer o una ayuda para reparar la gafa rota, imprescindible para ver el mundo, aunque para muchos de ellos lo que ven debe parecerles bastante feo.

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Lo más sorprendente de este tinglado bajo el puente es que empezó hace trece o catorce años y que los mantenedores del mismo son alumnos de 15 a 17 años del Instituto Zorrilla, la Escuela de Bellas Artes o el Colegio Lourdes. Juntos forman pequeños grupos que acuden a ese sitio a caer la tarde acompañados de sus profesores para ayudar a los que menos tienen, si es que les queda algo. Por eso, los chavales llevan de casa lo que pueden, fundamentalmente bocadillos, que dan junto a las aportaciones de empresas voluntarias como el Hotel Enara, que entrega caldos, la panadería Masa Madre, que da decenas de panes del día, o los pasteles de Maro Valles, que hacen de más para que sobren. Como explica María Jesús Fournier, el alma de esta Asociación de Alumnos Voluntarios, se trata, sobre todo, de «un proyecto educativo» que pretende «despertar el compromiso social durante el bachillerato para que vean la realidad existente en la call». La actividad engancha tanto que «a veces participan grupos de universitarios que fueron en su día antiguos alumnos» de los centros citados. Por si fuera poco, en dichas reuniones callejeras se «recargan móviles, se procura calzado para el que ni lo tiene ni lo puede comprar, o determinados profesionales nos hacen un hueco en sus consultas para graduar la vista o sacar una muela».

Esta forma de ayudar a los demás a pie de calle, contrasta una enormidad con la manera en que se practicaba la caridad cuando servidor y los rapaces de mi edad y condición social usábamos jersey de borra y, con suerte, algún abrigo de paño que debió estrenar el Cid Campeador y todos sus descendientes antes de protegernos el lomo.

A pesar de que ha pasado casi un siglo de aquellas penurias puedo recordarlas con sorprendente nitidez porque hay cosas que no se olvidan. Así, durante un tiempo tuve la suerte de que mi madre 'gestionara' con los curas (en cuyo costurero trabajaba) para que me quedara los días de diario a comer allí. Hablo de un tiempo en el que las gambas no se habían inventado y lo que se llevaba eran los garbanzos de los lunes, las alubias de los martes, las lentejas de los viernes y cosas así durante toda la semana. Bueno, a veces los curas (jesuitas) animaban el comedor repartiendo unas hostias por hablar alto, por reñir o por hacer ruido con la silla. Y esto, palabra de honor, no me lo invento para meterme con nadie: era una realidad tan salvaje que a cualquier chaval de ocho o diez años un 'enseñante' adulto podía partirle la cara y castigarle en el patio a tres bajo cero y sangrando por la nariz como un cochino.

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Hablo de un tiempo en el que los que pasábamos gazuza nunca acudíamos a los 'poderosos' para que nos dieran un bocadillo de salchichón. Cuando las tripas rugían, los de mi zona íbamos con un recipiente a un despachito de Cáritas en el barrio de La Victoria, donde un fulano con camisa azul (lo juro), primero me preguntaba a qué familia pertenecía y si mi padre había «hecho la guerra con los nacionales». Como en casa me habían aleccionado respondía, presto, «sí, señor, fue voluntario y estuvo en el Alto de los Leones». Entonces, el caballero metía un plato hondo de porcelana en un saco enorme y me daba una ración de lentejas crudas que, según decía mi madre, tenían «más piedras que una cantera».

Hoy, los chavales voluntarios de Asalvo son jóvenes, preparan sus propios bocadillos y salen a la calle a percatarse de que hay más cosas que la play, más necesidades que divertirse los fines de semana o la posibilidad de hacerse con ese móvil último modelo, aunque sea comprándolo a plazos. En los tiempos que le tocaron a un servidor, o salías a la calle a buscarte la vida o el único que acudía al domicilio era el cobrador del Finisterre para garantizarte un cajón mortuorio. Lo que sí existía era la posibilidad de comer en el viejo hospital de Esgueva, donde ahora hay un restaurante muy chic con robot que lleva la comanda a las mesas sin equivocarse, sin tropezar y sin tirar nada al suelo. Aunque creo que solamente fui una vez al refectorio gratuito, nadie preguntaba de dónde venías: echabas un vistazo al comedor, te sentabas donde hubiera sitio y llenabas el estómago de la pitanza de ese día.

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Alguna rarísima vez nos visitaban en nuestra chabola unas damas conocidas como 'Señoritas de las Conferencias', que solían repartir alimentos. Eran personas de apellidos de recio abolengo que se interesaban por los menesterosos con buenas palabras relacionadas con la fe y esas cosas y casi siempre llevaban algo de comer o de beber, como por ejemplo leche. Recuerdo como si fuera ahora mismo que en cierta ocasión una de ellas vino acompañada de un crío de mi edad, pero mucho mejor vestido, y me dio una botella de leche. Con la envidia propia de un servidor, en cuanto desaparecieron los visitantes, vacié el contenido en la pila de fregar, olvidando que era una pila sin desagüe por lo que la leche quedó allí flotando hasta que vino mi madre que al ver el estropicio me cascó a base de bien.

Seguro que ahora se entiende mejor el título del reportaje: la leche que tiré y las que recogí en la cara y en el culo. ¡Por gilipollas!

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