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Aquella estancia, aunque más prolongada que las anteriores y recibida con profusión de expresiones festivas, no tenía nada que ver con las de abril y julio de 1811, cuando la presencia de José Bonaparte expresaba también la fortaleza de la ocupación francesa, y se acompañaba de una potente campaña de propaganda que incluía rodear el Palacio Real de niños y niñas danzando, indultar a presos y celebrar con toda pompa, incluida la suelta de novillos enmaromados, la supuesta alegría de los vallisoletanos por tener al rey entre ellos. Aunque muchos lo tildaran de intruso.
La tercera estancia de José I en Valladolid, del 23 de marzo al 2 de junio de 1813, más prolongada que las anteriores, fue, sin embargo, la evidencia más clara de la situación crítica por la que atravesaba el ejército francés, en franca retirada e incapaz de contener el asedio de las tropas españolas y aliadas (inglesas y portuguesas). Todo había comenzado meses antes, cuando el acecho de Wellington provocó que Napoleón escribiera a su hermano aconsejándole que abandonara Madrid en dirección a la capital del Pisuerga, con objeto de asegurar las comunicaciones con el cuartel general en Francia y proteger la parte norte de España. Aunque en un primer momento el monarca se resistió, el 17 de marzo inició la salida.
Acompañado de casi todos sus funcionarios y de los miembros del servicio palatino, pasó por Segovia y entró en Valladolid, concretamente por las puertas del Campo, a las cuatro y media de la tarde del martes 23. La propaganda oficial no se hizo esperar y dibujó aquella jornada con tintes festivos y laudatorios. Los vallisoletanos habrían ocupado todas las calles hasta las mismas puertas del Palacio Real, frente a la iglesia de San Pablo, le habrían recibido con sincera y entusiasta alegría, con expresiones de afecto y hasta con la esperanza de que el soberano procurase el final de la guerra.
La ciudad, convertida de nuevo en capital de la España ocupada por los franceses, lo recibió adornada con colgaduras, iluminaciones y besamanos, y eso que la estancia de José I suponía también una verdadera amenaza, toda vez que los aliados podrían intentar tomarla y, por ende, convertirla de nuevo en un campo de encarnizadas batallas. Poco antes del acontecimiento, concretamente el 19 de marzo, Valladolid había celebrado el cumpleaños del monarca con toda pompa y boato, incluido un Te Deum en la catedral, cohetes, refrescos y baile. La corrida de novillos enmaromados se dejó para el día siguiente. Como ha escrito José Mercader, al hermano del Emperador lo cumplimentaron con honores el general en jefe y el Estado Mayor del Ejército de Portugal, la Municipalidad vallisoletana, la Chancillería, la Universidad, el obispo, el cabildo eclesiástico y demás corporaciones.
«Venía sin divisa alguna de Rey, con un levita color verde, y entró a caballo. Los balcones de la carrera estaban adornados con colchas: hubo salva de artillería a su entrada; por la noche iluminación en la Plaza y vecindario, pero no lució por correr mucho aire», puede leerse en el 'Diario de Valladolid' de Demetrio Martínez Martel. Todo parece indicar, sin embargo, que José I se aburrió bastante en la ciudad, según ha escrito Celso Almuiña. Residía en el Palacio Real, acostumbraba a dar paseos por lugares retirados acompañado de unas pocas personas, y se pasaba buena parte del tiempo pendiente de los avances del ejército inglés. A lo más que llegó, en cuanto a actividades lúdicas y de recreo se refiere, fue a dar un paseo en lancha o barca, en el mes de mayo, «desde la tabla del río del Puente Mayor hasta la puerta o ribera de Linares».
Tuvo tiempo también de mandar que se nombraran dos alcaldes mayores jueces de primera instancia, de organizar la junta de beneficencia, que se hizo cargo del estado de los hospitales, casas de misericordia y establecimientos particulares con fines piadosos, y de celebrar encuentros con diputaciones, concretamente con representantes de León, Tordesillas, Villalpando, Valderas, Villanueva del Campo, Mayorga, Valencia de Don Juan, Benavente, Palencia y Medina del Campo, todo ello durante los meses de abril y mayo y, según las crónicas oficiales, dentro de un clima de auténtica admiración y entrega hacia un rey al que consideraban el único capaz de poner fin a la contienda que desangraba España. Además, el 24 de mayo, las noticias de una victoria de Napoleón en tierras rusas fue celebrada en la ciudad con una salva de artillería con 50 cañonazos a las doce del mediodía.
Hasta que llegó junio. Amenazado por el avance de Wellington sobre Castilla, el día 1 salió de la ciudad el parque de artillería, cajas de guerra, convoy y demás bagaje, y el siguiente, a las tres de la tarde, el rey con todo su acompañamiento, incluidos numerosos españoles, y parte del equipaje. Como refiere Almuiña, que reproduce documentación de la época, «quedaron destruidas algunas de las principales piezas del Palacio, colgaduras y otros adornos, por haber querido ensanchar aquellas, pero dejó algunos muebles de estimación». El 4 de junio de 1813 ya no quedaba un solo soldado francés en la ciudad.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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