Las hortelanas que llegaban a la capital procedentes de Cigales apenas podían contener las lágrimas al recordar y relatar el triste episodio. No era para menos. Veinte puñaladas, un pequeñín de testigo, un marido celoso? y un pueblo consternado.
El protagonista, un joven de 24 años llamado Ventura Ruiz, pero más conocido como «El Rompe», tenía fama de celoso enfermizo. Eran de dominio público las tremendas peleas que tiempo atrás había mantenido con su primera esposa, hasta el extremo de escandalizar a propios y extraños. Y es que los fantasmas de la infidelidad se le aparecían al doblar cada esquina. Con su segunda mujer, Teodosia Sánchez, pasaba igual.
La desconsolada Teodosia tenía 23 años y estaba embarazada de ocho meses. Aquel sábado, 31 de octubre de 1897, Ventura llegó a casa después de trabajar a la hora acostumbrada. También se sentó a la mesa como siempre, junto a su mujer y su hijo pequeño, de nombre Eugenio y de apenas cinco años, para cenar. Eran las siete de la tarde.
Aparentemente, nada de extraño había ocurrido. Los primeros en acostarse fueron la madre y el niño, este en una camita aneja. Era la antesala del terror.
Veinte puñaladas
Sin que nadie acertara a explicar lo ocurrido, Victoriano se abalanzó sobre la madre y comenzó a pegarla. La culpaba de infidelidad y de maltratar al niño. Este, horrorizado, era incapaz de contener el llanto. Fue entonces cuando el agresor sacó una navaja de enormes dimensiones y asestó a la madre dos cuchilladas mortales en el cuello y otras muchas en distintas partes del cuerpo. Veinte en total.
Una vez cometido el horrendo crimen, Victoriano se dirigió a la cama donde estaba acostado su hijo y le ordenó: «Échate a dormir, que yo me marcho a La Habana».
Se apoderó de la llave de la casa antes de salir corriendo; en el interior dejó al niño, agazapado en su cama, junto al cuerpo sin vida de la madre. Nadie en el pueblo, dadas las horas en las que se sucedió el crimen, le vio huir hacia las afueras de la localidad. Minutos más tarde, Victoriano aporreaba la casa de su madre, una destartalada y miserable choza levantada gracias a limosnas.
Le contó lo sucedido y le encomendó el cuidado del pequeño, ya que él, le dijo, pensaba matarse; tanto horror se apoderó de la vieja al escuchar a su propio hijo narrar el horrendo crimen, que hasta aceptó de buen grado que se quitara la vida; incluso le animó a hacerlo.
Pero no fue así: Victoriano marchó al monte y allí permaneció todo el domingo, hasta que el hambre le animó a regresar a la chabola materna. Pero ya era demasiado tarde. Hacía tiempo que su madre, incapaz de contener la aflicción, había salido hacia la casa donde ocurrió todo. No se quitaba de la cabeza al pequeño Eugenio.
Cuando entró en el lugar del crimen, el espectáculo dantesco la dejó sin fuerzas: en la alcoba, tendido a los pies de la cama, yacía el cuerpo destrozado de su hija política, anegado por un charco de sangre coagulada. Y en la camita de al lado, entre sollozos y espanto, casi inmóvil, permanecía el pequeño.
Lo asió sin perder un instante, lo abrazó, le puso algo de ropa y salió en busca del alcalde del pueblo, Antonio Malfaz, a quien confió el suceso. El edil no tardó en avisar al juez municipal, Santiago Álvarez, que de inmediato tomó las riendas de la casa en compañía de los médicos Conde y Barrigón y del señor Valverde.
La Guardia Civil no tardó en peinar los alrededores en busca del asesino; lo hallaron a las cinco de la tarde, de nuevo en casa de su madre. Salió a su encuentro al verles entrar: «Ahora mismo iba yo a entregarme». Esposado, lo condujeron hacia el Ayuntamiento en medio de los improperios de un pueblo espantado. Antes de colocarle las esposas, pidió que le sacaran del bolsillo la navaja del delito.
«Ha indignado profundamente el descaro y cinismo con que se ha presentado ante el público después de cometer el crimen y en el acto de ser conducido, custodiado por la Guardia Civil a Valoria, en el que fumaba un cigarro con la mayor sangre fría», apuntaba EL NORTE DE CASTILLA.
De súbito, la mirada de Valeriano se cruzó con la de su hijo. El vuelco de su corazón le dejó inmóvil. Imploró a los agentes que le condujeran junto a él y, una vez a su lado, trató de besarle. Pero el pequeño huyó como de la peste. Cuando en el interrogatorio preguntaron al atormentado niño por qué no había besado a su padre, solo acertó a contestar: «Porque es muy malo».
«¿Y a mí?, ¿me das un beso?», le requirió acto seguido el periodista local, y Eugenio se lanzó a sus brazos sin parar de llorar. Los presentes apenas pudieron contener la emoción.
Poco pudo hacer el abogado defensor de Victoriano, Francisco Zarandona, para evitar la condena a muerte aquel 24 de junio de 1898, fecha del juicio oral; tan solo solicitó del jurado que apreciara «las circunstancias atenuantes de provocación, arrebato y obcecación».
Triunfantes las tesis del fiscal, Rodríguez de Celis, El Rompe resultó condenado a la pena capital y a pagar una indemnización de 3.000 pesetas a los herederos de la víctima y las costas procesales. La ausencia de antecedentes explica que fuera indultado por la Reina con motivo del Viernes Santo de 1899: la pena de muerte le fue conmutada por la de cadena perpetua.