«Es juego que se usa mucho en Portugal, de donde procedían los 'homens do forçado'. (…) La ejecución de esta suerte, si así puede llamarse, requiere mucho valor, mucha fuerza y grande habilidad». Las publicaciones taurinas del siglo XIX eran claras en este sentido: aquello ... era más un juego, un disfrute, una «mojiganga» antes que un espectáculo de toros del gusto de los entendidos. Pero desde que se estrenó en Sevilla, hacia el año 1830, comenzó a atraer a un público poco exigente y deseoso de emociones fuertes en el coso.
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Después del éxito sevillano, la función, conocida como «indios bravos y pegadores portugueses», regresaría en 1851 a las plazas de toros de Madrid, Vitoria, San Sebastián, Pamplona, Tudela y Murcia de la mano de Francisco Rodríguez de Alegría, un conocido torero hispalense que residía en Lisboa y era, por eso mismo, buen conocedor de la tradición portuguesa. Uno de los carteles explicaba la novedad del espectáculo: «El singular y temerario arrojo con que ejecutan las suertes de lancear a cuerpo descubierto los más bravos toros; la lucha que sostienen con ellos a brazo partido hasta rendirlos y sujetarlos, y la maestría con que el caballero portugués Antonio de los Santos maneja el caballo y quiebra rejoncillos, constituye un espectáculo nuevo que ha proporcionado lances muy extraordinarios».
Un espectáculo que, con todas las reservas de los taurinos de pro, atraía a numeroso público por aquello de ver a una cuadrilla de «indios» y forzudos portugueses enfrentarse sin temor al animal, aunque éste llevara los pitones embolados: «La suerte requiere valor, y consiste en desafiar a corta distancia, de frente o de espaldas, uno de los hombres al toro, y cuando éste da la cabezada, sufrirla aquél sin llevar golpe, encunarse bien abrazándose a las astas, y pegando el cuerpo al testuz, resistir los derrotes, hasta que inmediatamente acuden otros seis u ocho compañeros, que, agarrándose a las manos, patas y orejas de la res, hacen que ésta, rendida ya, cese de cabecear y aún de andar, en cuyo acto la sueltan y se retiran (…). Si esperan a éste de frente, llámanlo 'pegar de frente', y del otro modo lo llaman 'de espaldas'. No visten como los toreros, ni aun se parecen a éstos en nada».
Atraído por el éxito obtenido en el verano de 1851, el empresario de la Plaza de Toros de Valladolid, Damián Lefort, contrató ese mismo espectáculo para el Viejo Coso (la Plaza actual, en el Paseo de Zorrilla, no se estrenaría hasta 1890). El contrato lo firmaron Rodríguez de Alegría y Lefort el 3 de julio de 1852, como acredita el protocolo notarial que puede consultarse en el Archivo Histórico Provincial. El primero se comprometía a contratar a la «cuadrilla de indios bravos y pegadores portugueses» de Rodríguez de Alegría para lidiar cuatro funciones los días 11 de julio, 8 de agosto, 26 y 28 de septiembre de ese año.
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«Los indios ejecutarán sus suertes con tres toros embolados esperándolos a las puertas del toril puestos de rodillas y armados con rejoncillos, y los pegadores cogerán a los toros a brazo partido», especificaba el contrato. En efecto, una vez abierto el toril, los indios recibían al animal clavándole sus armas y procurando que estas guardasen la mayor simetría. Los portugueses, por su parte, sujetaban al toro «asiéndose a él con solas sus manos y sin instrumento ni engaño alguno». A uno de los dos últimos toros a lidiar habrían de darle la puntilla un torero español después de tenerlo cogido «a brazo partido» los pegadores.
Para el espectáculo de Valladolid se escogieron seis toros de no más de cinco años cada uno, que fueron embolados por los portugueses. En el contrato se especificaba que en caso de que algún animal se desembolara durante la función, saldrían los cabestros y lo conducirían al toril para ser embolado de nuevo. Además de pagar 11.875 reales «en efectivo metálico» a Rodríguez de Alegría, el empresario vallisoletano se comprometía a poner «espadas y demás individuos de la cuadrilla española para auxiliar la suerte y matar los toros», así como facilitar un caballo para que el caballero saliera «al cortejo que ha de verificar por la plaza antes de la función», y otros dos caballos para rejonear después los dos toros que le pertenecían. Finalmente, los animales que no entraran a la lid del caballo serían banderilleados por los indios.
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Que la función entrañaba peligro lo pudieron comprobar los madrileños en julio del año anterior, pues las crónicas dan cuenta de cinco indios lesionados después de que un toro se revolviera contra el grupo. No sabemos si en Valladolid ocurrió algo parecido, pero sí que el éxito obtenido condujo a la firma de un nuevo contrato para el espectáculo del 26 de septiembre, y otro más con los empresarios de la Plaza de Toros de Salamanca. Los «indios bravos y los pegadores portugueses» regresarían a la Plaza de Toros de Valladolid en agosto de 1863, esta vez con novillos embolados del empresario salmantino Francisco Carriedo.
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