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La localidad vallisoletana de Medina del Campo a principios del siglo XX. MINISTERIO DE CULTURA
El incendio de Medina atiza la llama comunera

El incendio de Medina atiza la llama comunera

Los partidarios de Carlos V arrasaron con fuego la localidad vallisoletana por negarse a aportar artillería, provocando escenas de gran violencia; ocurrió hace 500 años

Viernes, 14 de agosto 2020, 08:09

Habían pasado ya dos meses, pero el recuerdo de lo ocurrido en Segovia seguía escociendo en el entorno del Emperador. La ciudad del Acueducto, alentada en la lucha comunera por Juan Bravo y compañía, había sido escenario de un impactante y violento episodio cuando, el 29 de mayo de 1520, la muchedumbre se abalanzó contra el corregidor y asesinó al ayudante Hernán López Melón y al procurador Rodrigo de Tordesillas, que en las Cortes de Santiago-La Coruña habían votado a favor del tributo solicitado por Carlos V para lograr el título imperial. Para mayor humillación de los partidarios de éste, cuando enviaron al alcalde Ronquillo para pedir cuentas, tropas acaudilladas por Padilla le rechazaron sin miramientos.

Era el arranque de la Guerra de las Comunidades. El cardenal Adriano, mano derecha de Carlos V, presionado por el arzobispo de Granada, Antonio de Rojas, que presidía el Consejo Real, decidió entonces represaliar a los asesinos de las autoridades segovianas. Era finales de julio de 1520 cuando, desoyendo los consejos de los más moderados, decidía emplear contra Segovia la artillería real depositada en la localidad vallisoletana de Medina del Campo, concretamente en el cerro de la Mota. Una decisión más que desafortunada.

En un primer momento, Adriano intentó obtener el arsenal por mediación del obispo de Burgos, Alonso de Fonseca, a lo que los medinenses respondieron con una terca e inexorable negativa. Posteriormente, le ordenó a Antonio Fonseca, hermano del prelado y capitán general del Ejército Real, acudir personalmente a la villa y hacerse con el armamento.

En unión con Ronquillo, que lo aguardaba en la localidad abulense de Arévalo, partió hacia Medina del Campo con un total de 1.200 lanzas y 200 escopeteros. La población, amotinada, se negó en redondo a entregar el arsenal. Después de cuatro horas de tensa conversación, Fonseca les advirtió: si no lo entregaban por las buenas, se lo arrebataría por la fuerza. La resistencia de los medinenses no tardó en desembocar en pelea abierta contra las tropas realistas. Fue en ese momento cuando Fonseca ideó el descabellado plan: provocar un incendio para forzar la rendición.

Ocurrió el 21 de agosto de 1520, hace ahora 500 años. El resultado, además de contrario al fin pretendido, fue terrorífico: el convento de San Francisco, las calles céntricas, las casas particulares, los monumentos, las mercancías de los comerciantes… todo lo más representativo e importante de la ciudad, para indignación de los presentes, se lo tragaron las llamas. La furia de los vecinos no se hizo esperar. Tampoco la de las ciudades ya amotinadas y, lo que resultaba peor para los intereses del emperador, la de aquellas que aún permanecían en situación dubitativa. La imagen aportada por el cronista Sandoval es certera: «Con esta plaza quedó la Villa de Medina más encendida en fuego de ira que lo habían estado sus casas con el alquitrán». El incendio de Medina del Campo, en efecto, provocó una enorme indignación en toda Castilla. El resultado no extrañó a nadie. Otro incendio se extendió entonces por tierras de Castilla.

La revuelta comunera de Medina la lideró el tundidor Fernando de Bobadilla. La multitud obligó a huir al corregidor, tomó el camino del Ayuntamiento y asesinó al regidor Gil Nieto al grito de «¡Mueran, mueran los traidores que vendieron a Medina!». Después de arrojar el cuerpo por la ventana, los amotinados lo recibieron con la punta de sus picas antes de decapitarlo y entregarlo a las llamas de una improvisada hoguera montada en la plaza.

Lo mismo hicieron con el librero Cristóbal Téllez, mientras que a Rodrigo de la Casa prefirieron sacarlo en asno por las calles y ahorcarle en la plaza. Al escudero Lope de Vera decidieron matarlo a cuchilladas y decapitarlo: ensartada su cabeza en una lanza, arrastraron lo que quedaba de él por las calles, lo colgaron cabeza abajo en el rollo y lo quemaron. El saqueo de las casas afectó a todos los asesinados, pero también a Juan de Arévalo, Alvar Díaz, Francisco de Jerez y Juan de Galdo. Inmediatamente se formó una junta local en la que participó todo el espectro social de la villa: caballeros, regidores, clero y el común.

El 22 de agosto le tocó el turno a Valladolid, que desde entonces se convertirá en capital de la rebelión y núcleo de la radicalidad comunera más exaltada. «Sino ha sido aquí en Valladolid, no ha habido lugar do pudiésemos estar seguros, porque la villa nos había asegurado. Pero la noche que supieron haberse quemado Medina, luego se rebeló, y puso en armas la villa: de manera que algunos de nosotros huyeron y otros se escondieron. Y si algunos permanecieron más es porque los aseguran algunos particulares amigos que tienen en la Junta por ser del Consejo y ministros de justicia», escribía el cardenal Adriano al Emperador.

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