La semana que viene se celebra en la muy vallisoletana Acera de Recoletos el Festival de la Tapa que permitirá degustar las 25 propuestas ganadoras del último cuarto de siglo del Concurso Internacional de Pinchos. Según dicen los organizadores «es la manera de reconocer la ... importancia de la alta cocina de tapeo» cuya idea básica es acercar «al público en general» las creaciones de bares y restaurantes. Para que nadie se quede sin probar tanta maravilla los interesados podrán adquirir por 25 euros un bono que permitirá «cinco tapas junto con dos bebidas, con copa conmemorativa del evento y portacopas». Para rematar la faena, el festival contará con actuaciones musicales y actividades infantiles. Les recomiendo asistir a este evento, pero sugiero a los que no puedan hacerlo que no se entristezcan porque otra cosa no tendrá Pucela, pero fastos de comercio y bebercio, a raudales. La Feria de Día, la Plaza Mayor del Vino, la Semana de la Tapa, del Pincho, de la Cazuelita y un montón más harán las delicias de los consumidores entre los cuales me encuentro.
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Desde que empezó este evento a finales del siglo pasado, raro es el año que no he probado alguno de los pinchos ganadores de nombres tan sugerentes como «brocheta de rape y gambas sobre pan frito, pisto de calabacín y aceite de cebollino», elaborado por el restaurante Ángela o la creación de mi amigo Paco Criollo titulada «Tostada de pan con siricaia, foie y salmón, entre láminas de calabacín», y, por favor, no me pregunten qué es el primer ingrediente porque no lo sé ni me importaría morirme sin saberlo. Aún así, el platillo más complejo de entender es uno que apunté en su día ofrecido por el establecimiento Sabores y que consistía exactamente en «Quinoa de sepia socarrada, tallarín de calamar, mejillón encevichado, gamba de mayonesa de plácton y alioli». Me va a costar pillarlo…
Semejante despliegue culinario contrasta una barbaridad con la tristeza de las cantinas de hace medio siglo o incluso más, en cuyas barras ningún parroquiano esperaba algo comestible para acompañar el clarete que había pedido, y si se le ocurría semejante capricho corría el riesgo de abonarlo a mayores porque, como recordaba Nacho Pelines, el dueño del bar del mismo nombre, «aquí las tapas se pagan aparte». Lo curioso es que lo que el dueño llamaba 'tapas' era, como mucho, un platillo de cacahuetes y, en el colmo de la sofisticación, unas aceitunas con tito porque las rellenas todavía no se habían inventado. Los que parábamos a echar un vaso en Casa Rubiales jamás osábamos preguntar por la tapa del día; primero, porque no la tenía, y segundo porque su negocio era despachar jamón (de pata blanca, no se me vengan arriba), y eso se compraba por raciones; mal asunto para los que andábamos flojos de moneda, que éramos casi todos. En casa de Félix, el Animal, ni siquiera tenían a disposición de la selecta clientela unos miserables pepinillos porque, según recordaba el dueño, «aquí se viene a beber, no a llenar la tripa». Ni que decir tiene que al cabo de tres claretes en la suya y en otras tascas de la zona, eran suficientes para perjudicarte un poco y 'enseñar' al estómago a convertirse en un órgano de acero inoxidable.
Otro bar clásico de aquella etapa era 'El Socia', en la calle Zúñiga, que como dice mi colega y amigo José Miguel Ortega fue «una de las tabernas más célebres y visitadas de la ciudad, templo del porrón y el cacahuete». No tengo grandes recuerdos del vino que despachaba, entre otras razones porque hablo de un tiempo en el que los clientes no tenían paladares tan educados como en la actualidad porque allí, entrabas, pedías un porrón y comprabas unos 'cacahueses' al señor que los vendía fuera de la barra.
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Aunque el recorrido del bebercio no era siempre el mismo, muchas veces solía incluir, como poco, esta taberna y otro tugurio llamado 'Cara Cristo' en las inmediaciones de la Plaza de la Universidad, donde, además del clarete de rigor, se podía comer algún plato de cuchara. Medio siglo después de haberlo frecuentado me entero, gracias al libro de Josito Ortega, que el nombre le viene del primer dueño del local, Ezequiel Garrido, cuya barba le daba un 'aire apostólico' que algunos clientes «le encontraron cierto parecido con las imágenes de Cristo crucificado que había en las iglesias».
Cuando comento estas cosas con mis colegas de ahora, lo primero que observo es que ninguno de los presentes pide un vino así, a la tonto, de tal manera que ya no se chatea con clarete, tinto o blanco, sino con un Cigales, un Rueda y un Ribera o similar, porque como dice Toñín Cuadrado «nos hemos vuelto más finos que unas medias de cristal o las alubias de La Bañeza». Al quite sale Goyito Martín para defender el buen camino de la hostelería de este siglo «que está aprendiendo a cuidar al cliente como se merece y a estrujarse la sesera para crear tapas y platos que obliguen a salivar». Él, que vive en las Delicias, ha disfrutado como un chiquillo con una play nueva del concurso de tapas sin salir de su barrio zampándose un «Cachopín de seitán con tempura de zanahoria», degustado en un bareto del Paseo de Farnesio. Cuando Luis El Cagueta quiso saber de qué iba semejante delicatesen tuvo que reconocer lo que todos imaginábamos «no lo sé, pero tenía muy buena pinta».
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Mariano Peña, que siempre está al quite (y a la última en cosas de comer como un marqués), recordó a los contendientes que desde hoy mismo pueden degustar los mejores pinchos «del mundo» en la Acera de Recoletos. Servidor, para demostrar su alto conocimiento culinario tiró de libreta y les sugirió la creación que presenta el restaurante Ángela y que llevo anotado en papel porque es imposible acordarse de una «hamburguesa de sepia vestida de negro, sésamo, rúcula, tomate, alioli, arena de cebolla frita y caramelizada, flores comestibles, tinta de sepia, huevas de trucha, cebollino y espuma de alioli». Esto es cultura culinaria refinada y no los humildes y socorridos tanganillos que se vendían en el Cara Cristo por una peseta…
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