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Carlos Espeso
Menos mal que hay 'guasa'

Menos mal que hay 'guasa'

Tiempos modernos ·

«En los departamentos olía a tortilla y a filetes con pimientos, mientras que en los retretes olía a rayos y centellas, y hasta lavarse las manos era una odisea porque casi nunca salía agua del grifo»

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 3 de diciembre 2022, 00:05

A pesar de que dentro de nada hará 15 años que el Ave entró por primera vez en Valladolid, recuerdo vivamente aquella jornada solemne y festiva porque tuve la suerte de cubrir el acto en directo. Es verdad que servidor ya había probado las bondades de ese tren maravilloso en un par de escapadas a Sevilla desde Madrid, pero verlo entrar en la estación de Pucela fue un subidón de adrenalina. Todavía recuerdo la sonrisa plena y satisfecha del hoy expresidente del Gobierno, señor Rodríguez Zapatero, y el dato que distribuyó Renfe a los plumillas, según el cual la 'velocidad comercial' del tren «fue de 300 kilómetros por hora».

Desde entonces hasta hoy uso el Ave, aunque hace tiempo que dejó de ser un acto extraordinario para convertirse en algo cotidiano que todos admitimos (y disfrutamos) con naturalidad. Comentando esta efeméride con mi amigo Gustavo Martín Garzo coincidimos en las muchas ventajas y escasos inconvenientes que tiene el tren de alta velocidad que, según él, «es un avance muy importante, aunque no es barato utilizarlo».

Bastante más económico era viajar en aquellos trenes anteriores que tardaban el doble en llegar a Madrid o tener que pasar toda la noche en el exprés a Barcelona o en el que iba a Sevilla. Aunque los más pudientes pagaban por ir en coche cama, los menesterosos nos conformábamos con llegar a destino sin carbonilla metida en los ojos y con pocos lamparones provocados por la tortilla de patatas que llevábamos en la fiambrera. Para ilustrar este reportaje me tomo dos vinos con Nacho de la Cal, compañero de pupitre en Cristo Rey, que sostiene que aquellos viajes en tren convencional no tenían ningún embrujo y «eran un verdadero coñazo» porque pasar «un montón de horas en un departamento para seis personas, unas frente a otras sin poder moverse mucho era una tortura, y si hablamos de dormir ni te lo cuento». Servidor mantiene, sin embargo, que tenían su encanto aquellas frases de «si ustedes gustan» y «no, gracias, buen provecho», o que el vecino pidiera permiso a los demás usuarios para abrir la ventanilla.

En los departamentos olía a tortilla y a filetes con pimientos, mientras que en los retretes olía a rayos y centellas, y hasta lavarse las manos era una odisea porque casi nunca salía agua del grifo. Cuando comparto estos recuerdos con mi sosias Miguel 'el Pichi', me echa en cara que servidor era «un puto privilegiado» porque viajaba gratis gracias al kilométrico de la Renfe que nos correspondía por ser familia directa de un currante de las vías. Un operario, por cierto, que hizo allí toda su carrera porque entró de peón y se jubiló, cuarenta años después, de peón especializado y no por méritos laborales sino porque cuando se firmó el primer convenio todos los peones pasaron automáticamente a ser 'especialistas'.

La palabra mágica

Para no darle al Pichi motivos para jorobarme más derivo la conversación a un tiempo en el que había que pagar billete de andén si querías recibir o despedir a alguien a pie de vía. También le conté que gracias a mi progenitor descubrí la palabra mágica utilizada por los trabajadores para acceder a los andenes sin billete: diciendo ¡red! el cancerbero te dejaba pasar. Cuando me preguntó si utilicé la fórmula alguna vez tuve que contarle la verdad: nada más decirla, el portero me frenó en seco y soltó: «a ver, chaval, ¿en qué departamento trabajas?». En cuanto me vio titubear me regaló un consejo: «anda, vete a tomar por culo o llamo a los guardias». Me cago en la Red, dije para mis adentros.

De todas formas, cuando quería pasar a toda costa tenía un as en la manga que solía ablandar a aquel portero que parecía el dueño de toda la Renfe; bastaba con decir «soy sobrino del señor Maximino, que trabaja ahí dentro». No sé si por aburrimiento o para no enemistarse con nadie, el tipo me dejaba pasar a los andenes porque mi pariente ocupaba un cargo ínfimo en el universo de Renfe pero importante para muchos viajeros: era maletero, cuya misión consistía en llevar el equipaje del viajero desde la entrada hasta el tren, a cambio de una propina.

Mi tío vestía de azul mahón y llevaba gorra del mismo color, lo que le daba una cierta autoridad; además, cuando éramos nosotros los viajeros no aceptaba dinero y nos recomendaba montarnos en el último vagón del Changay, «que es el que suele llevar menos gente». Y era un buen aviso porque no todos los usuarios tenían derecho a asiento si no habían pagado unas pesetillas más por la reserva. Con el consejo de mi tío y un poco de chorra podía pillar asiento de plástico que calentaba el culo, o compartir espacio con un preso escoltado por dos guardias que lo llevaban esposado a un listón de los asientos de madera de determinados trenes.

Ni que decir tiene que considero que los convoyes actuales son un invento maravilloso para desplazarse de un lugar a otro, por lejos que estén la salida y el destino. Además, y por si esto fuera poco, mi compadre Martín Garzo sostiene que ese medio de transporte «es el lugar perfecto para leer un buen libro, que hace que las horas se pasen volando en esa casa que circula», tremendamente «vinculada a la literatura». Pero hay algo que el gran escritor echa en falta: «la ausencia de paradas en el trayecto, que ha hecho perder el encanto de ver gente que sube y baja, que llega o se va».

Mi olfato periodístico hace que le plantee la queja de miles de millones de ciudadanos: ¿Puedes leer con el vecino de adelante o atrás rajando por el móvil todo el santo viaje? Aunque su respuesta me sorprende, creo que tiene razón, o una parte de ella: «en los trenes ya no se habla tanto gracias a la mensajería instantánea. Créeme: el Whatsapp ha hecho más placentero viajar en tren».

Así que gracias, 'guasa', por acallar a todos esos pesaditos capaces de aguantar catorce horas en el Changay de La Coruña-Valladolid-Barcelona rajando sin parar. A los que todavía lo hacen a pesar de la existencia de la mensajería escrita (y gratis), les dejo dos recaditos: uno, que me importa un carajo su vida doméstica, profesional o emocional y no necesito saber si quiere mucho a su churri; y dos, que no les avisaré si su teléfono empieza a soltar humo suficiente para achicharrarles la oreja.

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